Existen formas de discriminación, las que todos conocemos, las que vemos a diario en la calle, en los transportes, en nuestros lugares de trabajo y estudio. No obstante existen algunas que van un paso más allá del simple desdén cotidiano; unas que marca en el cuerpo, en la mente y en el espíritu su paso por la vida de un individuo: la estigmatización.

Vivimos en una sociedad jerarquizada donde se vislumbran tanto en el espacio social como en el espacio físico las distancias sociales, y como explica Bourdieu “sobre todo enmascarado por el efecto de naturalización, que entraña la inscripción duradera de las realidades sociales en el mundo natural[1]. De esta manera las diferencias sociales se traducen en imaginarios del pensamiento o estructuras mentales, que se incorporan en la sociedad como surgidas de la naturaleza de las cosas. Las distintas relaciones de poder arraigan estas estructuras – entendidas como estigmas – en los distintos campos o ámbitos sociales: es en este contexto donde se perciben las oposiciones sociales entre los sexos.

Esta oposición social es bien entendida por Frances Olsen, cuando  describe la existencia de pares opuestos a los que denomina “pares dicotómicos”. A los fines de describir esta formulación lingüística, se identifica como dualismos o pares opuestos: “racional/irracional, activo/pasivo, pensamiento/sentimiento, razón/emoción, cultura/naturaleza, poder/sensibilidad, objetivo/subjetivo, abstracto/concreto, universal/particular. Estos pares duales dividen las cosas en esferas contrastantes o polos opuestos»[2]. Explica en su texto que se desprenden de ellos tres características de este sistema dualistas, siendo las dos primeras a las que nos abocaremos en esta ocasión. Primero, los dualismos están sexualizados. Una mitad de cada dualismo se considera masculina y la otra mitad, femenina. Segundo, los términos de los dualismos no son iguales sino que marcan una jerarquía. En cada par, el término identificado como “masculino” es privilegiado como superior, mientras que el otro es considerado como negativo, corrupto o inferior. Es decir, esta estructura mental sobre la que estamos formados es discriminatoria, percibiendo aquí una clara estigmatización a través de la estructura mental formulada por la misma sociedad.

Es en este sentido que se visualiza una estructura mental que identifica al sexo masculino con poder, fuerza y sensatez. Es a fuerza de mantener esta premisa en la realidad que todo se resumen a la imagen del ser en la sociedad. La marca física simboliza el poder de uno sobre otro. La violencia se entiende como fuerza de poder y herramienta de dominación, pero tan solo es la viva imagen de una debilidad.

La violencia de género no debe ser confundida con violencia doméstica, y tampoco implica agresión física solamente; siendo el agente psicológico la herramienta más fuerte a la que se recurre para ejercerla. Pero no hablaremos de violencia familiar, no hablaremos de cómo se ejerce, nos limitaremos únicamente a la violencia de género, un tema que si bien puede parecer ya elaborado (entre otras, con la sanción de la Ley 26.485 «Ley de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales», la creación de la Oficina de Violencia doméstica, (OVD)), siguen emergiendo dudas en relación a la posibilidad de morigerar las vivencias de unas muchas. Es en esta instancia que nos preguntamos la causal de un actuar eternamente violento, que trasciende las generaciones y que a pesar de su exteriorización y tratamiento en la esfera pública, no logra ser «vencido». Es entonces que vislumbramos un elemento clave en el proceso de estigmatización: el poder.

Una erudita en la lucha por la revolución del género femenino escribió: “Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”[3]. Con este fragmento Virginia Wolf nos señala el rol de las mujeres en su entonces, recurriendo tal vez a una exaltación de la realidad,- que no es más que el resultado de una prosa cargada de rebeldía- y mas allá de ser muy aproximada, juega con el poder sumiso del género. Y es en este punto que creemos que puede esconderse una de las razones fundamentales: el juego del poder.

Cuando se ve amenazada la virilidad, la inteligencia, la sabiduría, el mando procede a su exteriorización con un solo fin: mostrar quien ejerce el poder. La reclusión de la mujer, la negación de su situación son herramientas de sumisión, de autodestrucción y de la falta de un reconocimiento público de que esto no es normal. O no debería serlo.

Lamentablemente, la imagen de una liberación plena se ve tantas veces coartada y solamente reflejada por estadísticas vacuas en cuotas de realidad. La normalidad de una situación tal está ceñida a la mera voluntad de la mujer y a la fuerza que tenga para hacerlo. La realidad restringe la voluntad de la mujer de tomar acción, poniendo como ejemplo algunos factores: la manutención de los niños, un sostén económico, ya que muchas mujeres son jefas de hogar sin tener un sueldo que les permita vivir independiente del hombre. El miedo también es un factor que coarta la independencia y asimismo una herramienta fundamental del juego del poder que tiende a la estigmatización del género. Miedo a ser la única víctima de violencia y por ende miedo a ser señalada, miedo a la pareja: ya que puede intensificarse en un futuro la violencia ejercida, miedo a una falta de respaldo a lo esperado.

El Estado debe actuar, pero está en la sociedad asumir la responsabilidad de afrontar todo estigma y a través de ello modificar una realidad social. ¿Quién puede decir que nunca relacionó al género femenino con debilidad, fragilidad, pasividad? En caso contrario, ya podríamos afirmar que estamos entrando en otra estructura mental donde esta oposición de sexos se morigera


[1] BOURDIEU PIERRE, «La miseria del Mundo», Efectos de lugar. Akal 1999

[2]OLSEN FRANCES, “El sexo del derecho.” Publicado en David Kairys, “The polictis of law”. NY Pantheon 1990.

[3]WOOLF VIRGINIA «Una habitación propia», SEIX BARRAL, 1986

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