La aventura del género humano por comunicarse con el lenguaje que le fue dado, a pesar de la lengua que le haya tocado: comprender y comprenderse. Ya sea para aprender a utilizar una máquina y realizar nuestro trabajo o prepararnos para rendir un final sobre el pensamiento de Hegel.
Si de vociferaciones ahogadas se trata, si de zonas a las que el lenguaje no puede llegar, si de imposibles, allí estamos los traductores para dar cuenta de los escollos que pueblan nuestro camino cotidiano, por lo general, en pijamas y pantuflas. Somos, tal vez, los que vemos con lupa las dificultades de lo que no se puede expresar plenamente, e incluso de lo que sí se puede, pero, pequeño detalle, debemos hacerlo en otra lengua. Si estamos de acuerdo en que el lenguaje se presta a infinidad de interpretaciones, y contiene el vacío de lo inexpresable, lo intrigante de lo que se ha dado en llamar idiolecto, y otros tantos problemas, pareciera obvio e innecesario señalar las dobles dificultades a las que se enfrentan los traductores y las traductoras.
Parece obvio, pero, sin embargo, cualquiera que se dedique a este métier se encuentra (incluso en sus años como estudiante) con algunos lugares comunes. El primero y más aplastante: trabajamos en las sombras, transmitimos palabras ajenas, somos, o debemos ser, invisibles. Le siguen otros tantos; hay quienes creen que somos diccionarios con patas –“¿Cómo?, ¿no sabés lo que significa esta palabra?”–, que nuestra velocidad de traducción equivale a la velocidad de tipeo; es decir, como gusta ilustrar una querida exprofesora, somos «fotocopiadoras bilingües», que traducir no es más que volcar palabras de un idioma a otro…, y la lista continúa. Nosotros intentamos explicar: “No todo el que tiene dos manos sabe tocar el piano; no todo el que habla dos lenguas sabe traducir”. No, el bilingüismo no es suficiente.
Las dobles dificultades de las que hablo, por supuesto, saltan a la vista de quienes practican o intentan practicar este oficio con profesionalismo y van adquiriendo experiencia. Traducir es, sobre todo, un saber hacer. Quien crea que dos lenguas le bastan no encontrará mayores dificultades o quizá sí, pero las resolverá con la facilidad con que considera que el arte de decir con palabras no esconde grandes misterios.
La frase de Steiner ilustra, por lo menos, dos cuestiones relevantes para nuestro tema. En primer lugar, ustedes podrían pensar: si todos somos traductores, ¿en qué reside tal dificultad? Una pregunta que nos hacen amigos y desconocidos. Como tantas otras actividades de la vida, la dificultad está en hacerlo bien o, por lo menos, a conciencia. ¿Y qué es “bien“? Sin extenderme demasiado en este punto: es lograr ser fieles al sentido original, por sobre todas las cosas. Pero, ¿cómo ser fieles si hay tanto de inasible en el lenguaje?: estudiar las lenguas palmo a palmo, su cultura, la estructura de sus palabras, de sus oraciones, las características de sus géneros según cada especialidad, el uso de las palabras en ambas culturas, en las distintas disciplinas, a qué remiten, cuál es su origen, y miles de etcéteras. Un trabajo más o menos arduo según cada texto. Claro que la fidelidad no debe ser solamente al sentido, sino también al “genio de la lengua”. Una traducción que dice lo mismo que el original, copiando sus estructuras, no es una buena traducción, es forzada, entrecortada, «se lee mal», no es amiga del lector, quien sentirá cierta extrañeza. No estaría mal que la sintiera en algunos pasajes, quizá por motivos estilísticos puntuales, pero no en todo el texto. También es de suma importancia, para un trabajo de calidad, que el traductor conozca el tema en cuestión o, en su defecto, lo investigue con anterioridad y mientras lo trabaja (siempre y cuando no se trate de ámbitos tan complejos como la medicina, por nombrar apenas uno, para los que se requiere una vasta especialización). Párrafo aparte merecería la traducción en las Ciencias Sociales y las Humanidades en general, tan poco estudiada, y que presenta problemas muy particulares. Por dar un ejemplo bastante conocido en el par francés-inglés, podemos señalar el caso de la traducción de esa obra tan fundamental de Simone de Beauvoir, El segundo sexo. El traductor, que no conocía ni un poquito la filosofía existencialista, tradujo pour soi, «ser para sí», como «naturaleza verdadera» de la mujer o como «esencia femenina»…, ¡lo opuesto al planteo de la querida Simone! Gran trampa de este campo del conocimiento: lidiamos con palabras de uso cotidiano que, sin embargo, en las Ciencias Sociales son términos técnicos. Reconocerlos requiere de conocimiento, mucha investigación y una buena dosis de intuición. Según he podido constatar, no ha habido otra traducción de la obra al inglés hasta el año 2011. Es decir, generaciones de lectores leyeron y entendieron otra cosa en distintos pasajes de libro. Más aún, muchos estudiosos han difundido sus opiniones sobre la base de un texto erróneo.[3]
Traducir es labrar las palabras haciéndose miles de preguntas: ¿por qué esta opción léxica y no la otra?, ¿qué me dice esta palabra que no me dice aquella, tan parecida?, ¿pertenecen al mismo registro de lengua (formal-informal)?, ¿por qué hay tres oraciones que comienzan con la misma estructura sintáctica?, ¿debo mantenerla aunque sea forzado en mi lengua? Y miles de etcéteras más. Parece bastante claro que nos enfrentamos a una interesante cantidad de cuestiones y que, a cada paso, le corresponde una elección.
En última instancia, la dificultad reside en lo inasible. Suponiendo que quedan resueltos, y se tienen en cuenta, todos los aspectos anteriores, un traductor no puede traducir por completo todo lo que un texto contiene. A veces no se pueden trasladar de igual manera forma y contenido, a veces se pierde en algún rincón y se compensa en otro, abonando una parcela distinta para que nuestra tierra sea igual de fértil. En el lenguaje, el significado es, al mismo tiempo, abierto e implícito, y sabemos que no se construye por la suma aproblemática de los significados individuales de las palabras. Justamente por eso la dificultad no está en la “intraducibilidad” de vocablos, porque lo que traducimos no son vocablos. No, el asunto es más intrigante. Por las dudas, no intenten explicárselo al traductor de Google, porque no creo que lo entienda; él es capaz de asegurarle a un argentino que llueven gatos y perros.
Volvamos a la frase de Steiner, que nos puede hacer reflexionar sobre una segunda cuestión: la supuesta invisibilidad del traductor. Digo “supuesta” porque es inexistente. Todos somos traductores (Steiner dixit), ergo, nadie es invisible. ¿Es acaso invisible y carente de importancia nuestro papel en el momento de interpretar un texto, ya sea escrito u oral? ¿No se encarga de eso la crítica? ¿Qué hacemos en una clase cuando analizamos e interpretamos una lectura? ¿No nos alimentamos de esas diferencias interpretativas? ¿No las discutimos? ¿No llenan los estantes de las librerías? Somos creadores de conceptos: como tales, nacemos, crecemos, nos reproducimos, traducimos y morimos. La diferencia es que algunos, además, lo hacemos a otro idioma y morimos un poco todos los días (disculpen la metáfora cursi poética), abandonándonos a la mejor opción posible y al inmenso placer de sentir que nos hemos acercado hasta rozar con ternura esa idea original que otra mente ha parido. Sin embargo, no somos por eso más invisibles ni menos inocentes respecto de las interpretaciones y elecciones que nos vemos forzados a tomar.
Lamentablemente, en esa supuesta invisibilidad se esconde la poca conciencia del lector acerca de los componentes de la que considera “su” cultura. Gran parte del canon del pensamiento occidental (digamos, eso que se estudia en la escuela y la universidad) nos ha llegado por medio de traducciones. Y la consideramos “nuestra” cultura. Esto no implica que esté plagada de textos mal traducidos ni repleta de subjetividades, mucho menos que estemos “a la buena de los traductores”. Sí conviene pensar que nuestra cultura está compuesta de otras a las que hemos llegado, muchas veces, atravesando un puente tendido por otros, del que nos percatamos solo cuando está mal construido y el paso se hace dificultoso. Es allí donde el traductor sí debe ser invisible: en llevar de la mano al lector para que camine con paso firme, sintiendo que el puente está bien construido, pero sabiendo que lo conduce a una casa que no es del todo suya, aunque en ella encuentre una gran similitud y un sentimiento de unión con algo que lo trasciende: la misma aventura del género humano por comunicarse con el lenguaje que le fue dado, a pesar de la lengua que le haya tocado: comprender y comprenderse. Ya sea para aprender a utilizar una máquina y realizar nuestro trabajo o para prepararnos para rendir un final sobre el pensamiento de Hegel.
La cultura no está mediada solamente por los traductores, sino también, como sabemos, por las leyes del poder y del mercado; a contramano de ello, hay rupturas elaboradas con intencionalidad que la atraviesan con objetivos muy claros. Rupturas como las que buscan crear los medios independientes en la cultura masiva. Entonces, ¿qué eligen traducir las grandes editoriales? ¿Por qué? Y aun más importante: ¿qué nos dice lo que eligen no traducir? ¿Qué consecuencias tiene el estudio de determinado tema bajo la mirada de determinada cultura?
Frente a ese panorama, algunos elegimos hacernos más visibles por voluntad propia –no en sentido personal, sino en cuanto a la elección de lo que traducimos– y ponemos un pie, o los dos, en el apasionante mundo de la traducción activista (a falta de una denominación más adecuada). Bueno sería que más profesionales se abocaran a ese campo en la medida de sus posibilidades, dado que muchas personas bilingües traducen a pesar de no tener experiencia ni estudios en la materia, por la falta de profesionales dispuestos a poner sus herramientas al servicio de la sociedad, y no solo del mercado. Eso trae no pocos problemas, muy a pesar de las buenas voluntades. La traducción activista, por lo general, abarca temas muy actuales. Por ejemplo, en la difusión de historias, artículos periodísticos o de análisis sobre América Latina, en particular en los temas relativos a movimientos sociales y luchas indígenas, llama la atención la cantidad de angloparlantes que escriben e investigan sobre Nuestra América. Gran parte de ese material se estudia en universidades o está disponible en Internet. Quien transite de un idioma a otro sin tener demasiado en cuenta a sus interlocutores creerá, por ejemplo, que la “comunalidad” indígena (término acuñado por un antropólogo mixe[4]) cruza las fronteras de una lengua a otra para transformarse, como quien no quiere la cosa, en communality o communitarianism, dos términos con orígenes y recorridos muy distintos al del concepto en español, y que en el lector angloparlante activan otra red de asociaciones e imágenes alejadas de aquel. El buen traductor sacará de su caja de herramientas la que considere más adecuada para resolver el dilema.
Habiendo hecho un recorrido breve e incompleto por este camino de las dificultades y las soluciones, de la invisibilización a la visibilidad (consciente e inconsciente), resta ver la hoja medio llena. La misma inexplicable magia que produce en mortales y poetas intentar obstinadamente expresar con palabras lo inexpresable es sobre la que parece labrar el traductor cuando busca lo que de antemano sabe complejo y, muchas veces, ingrato, pero aún así, mágico. Obstinados, encontramos un gran placer en el esfuerzo. Me gusta pensar que somos campesinos de las palabras porque, como dijo Primo Levi: “Una cosa es leer un libro sentado en un sillón, de corrido, sin detenerse, y otra cosa es ararlo, palabra por palabra, terrón por terrón, como se hace al traducir”. Como ellos, aún somos bastante invisibles, si bien de un tiempo a esta parte se ha comenzado a ver en la traducción una herramienta valiosa para acercar voces y palabras que rompan con el imperialismo de la lengua y el pensamiento dominantes, que sean capaces de hermanar ideas diversas de otras latitudes, sentires, experiencias, luchas, propuestas, maneras otras de hacer y pensar. Vociferaciones a viva voz, a viva palabra.
De un modo u otro, cualquiera sea el ámbito en que nos desempeñemos, es en la condena del lenguaje mismo donde se encuentra la gran paradoja: el placer de buscar con insistencia ese roce lo más cercano posible con la idea madre, la tierra que intentamos arar■
[1] Steiner, George (1992) Depués de Babel, Fondo de Cultura Económica.
[2] Levi, Primo (1983), publicado en Il Manifesto, mayo de 1983, y recopilado por Península en Entrevistas y conversaciones (distribuye Dédalo). Entrevista reproducida en: http://elarcaimpresa.com.ar/elarca.com.ar/elarca34/notas/primolevi.htm
[3] Michael Henry Heim y Andrzej W. Tymowski, Pautas para traducir textos de ciencias sociales, Traducción del inglés por Teresa Solana., American Council of Learned Societies.
[4] Díaz, Floriberto (2007), Comunalidad, energía viva del pensamiento mixe, UNAM, México.