“Una lengua es un dialecto con un ejército y una armada”. La frase es atribuida al lingüista y referente en el estudio del yiddish Max Weinreich. Si bien la autoría es discutida (y de hecho el especialista no la habría pronunciado, sino que supuestamente escuchó la frase en una conferencia por él dictada), es interesante poner en relación una declaración tan lúcida sobre la arbitrariedad de las diferenciaciones y estatus entre lenguas del mundo con el estudio de una lengua minorizada y no directamente relacionada a un estado nacional, como es el yiddish.
Una consecuencia ineludible se extrae: lengua y política son esferas necesariamente relacionadas. Fuera de los recortes que la ciencia realice para sus indagaciones, no existe la lengua como un fenómeno independiente de las pujas, los intereses y las lógicas de dominación que gobiernan el mundo. ¿Hemos descubierto algo nuevo? De ninguna manera, hace algunos años ya (a fines del siglo XV) otro genio de la lengua, Antonio de Nebrija, reflexionó:
El fundacional gramático peninsular no solo establece la relación ─que encuentro movilizadora para estas palabras─, sino que plantea una metáfora que hasta el día de hoy se mantiene en la esfera de las políticas lingüísticas. Denominémosla, aunque sea de modo provisorio, “metáfora vital”. Según ella, las lenguas se comportan como todos los seres vivos: nacen, crecen y mueren.
Esta metáfora vital es la base conceptual de la acción sobre las denominadas “lenguas en peligro”. El ejercicio es establecer una analogía entre conservación de lenguas y naturaleza. El lingüista William Croft, en un artículo de 1990, menciona que la pérdida de lenguas y sus comunidades de habla es comparable en su gravedad a la extinción de especies y la desaparición de sus ecosistemas.
Visto y considerando la siempre creciente importancia de la ecología en las porciones biempensantes de las sociedades del llamado primer mundo (e imagino también en los estratos medios y altos de todo el resto), el símil de la protección y fortalecimiento de las lenguas minorizadas con el de las especies naturales amenazadas resulta atractivo y convocante. Sobre un problema real y preocupante (en la actualidad se hablan alrededor de seis mil lenguas, pero en cien años solo la mitad de ellas persistirán), se plantea una estrategia discursiva que seduce a quienes buscan un orden mundial que no atente contra el equilibrio natural.
En este sentido, la máxima expresión nos la brinda la UNESCO. Ensu página web Atlas of the World’s Languages in Danger (http://www.unesco.org/culture/languages-atlas), podemos encontrar cada lengua del mundo y ver su estado de peligro. Las posibilidades son tantas, como cinco: vulnerable, definitivamente en peligro, gravemente en peligro, críticamente en peligro y extinta. El uso de los términos nos acerca también a la medicina. Las lenguas en peligro son lenguas enfermas, enfermas de vulnerabilidad, de debilidad y, en muchos casos, son enfermas terminales.
Como investigador involucrado en la documentación de una lengua en retracción (el ayoreo, una lengua chaqueña hablada por unas seis mil personas entre Bolivia y Paraguay), encuentro doblemente problemática esta taxonomía hospitalaria y casi tanatológica. Por un lado, la clasificación pesa sobre los hombros de los hablantes de estas lenguas y los oprime. Si bien es cierto que estas lenguas corren peligro frente a las lenguas, en el caso americano, de intervención colonial, es de un reduccionismo atroz el encasillamiento. Las lenguas son habladas por comunidades de personas y no es posible el diagnóstico certero, la cuestión no se mueve en una sola dirección como una enfermedad incurable y progresiva. ¿Qué ocurre con las lenguas “terminales”? ¿Y con las lenguas “extintas”? ¿Qué ocurre cuando una lengua ya no es hablada, pero es recordada por algunos o incluso algún anciano? En esos casos, el diagnóstico médico se vuelve condena a muerte. Difícil encarar una tarea de revitalización, si los que entienden ya nos han dado la extremaunción, independientemente de la voluntad de los hablantes o recordantes.
Por el otro lado y más centralmente, la metáfora vital nos aleja de las reflexiones de Weinreich y de Nebrija. Las lenguas en peligro, particularmente en el caso americano, no pescaron un resfriado que se fue complicando con el paso del tiempo. Los rótulos nos hacen olvidar del hecho real de que se trata de pueblos sometidos por un poder político y económico que ha atentado durante siglos contra su identidad cultural y lingüística. Si no se toma real conciencia del problema político profundo que encarna el sometimiento de los pueblos amerindios, el genocidio, el robo de sus tierras ancestrales y la posterior relocalización, la exclusión de sus miembros de las formas de vida occidentalizantes y la posterior estigmatización y el lavado de sus formas culturales mediante distintos grupos religiosos cristianos; estaremos lejos de encontrar la cura a la enfermedad. Más que eso: estaremos realizando una pequeña intervención cosmética, no tanto para los hablantes de esas lenguas, sino para nuestras conciencias■