«Al orgasmo lo inventó la revista Cosmopolitan en los años ochenta”, dijo una vez Sofovich en alguna emisión de Polémica en el Bar, y las carcajadas fueron unánimes. “¿Vos te pensás que mi madre en los años cincuenta no tenía orgasmos? ¿De dónde te pensás que vine yo?”, le respondió uno de sus interlocutores. “¿Pero qué tiene que ver?”, arremetieron los demás casi al unísono, advirtiendo la confusión del interviniente entre goce sexual y concepción. Gerardo no tenía las palabras justas, pero su sentencia era clara: el orgasmo, como cualquier otro fenómeno o concepto, adquiere completa entidad cuando comienza a ser nombrado.

 

El bautismo corona su existencia en el horizonte de las problemáticas sociales. No es cierto que la representación del orgasmo como cualquier otra instancia vinculada con lo sexual sea propia de la narrativa audiovisual porno, eso sería negar la enorme historia de representaciones eróticas, tanto narrativas como visuales. Estas últimas, sobre todo, datan de la antigüedad, incluyendo las producciones didácticas orientadas a educar en materia sexual como lo fue el Kama Sutra. Los pruritos sociales contemporáneos que convierten el porno en un discurso existente, pero sin carta de ciudadanía, son mucho más modernos de lo que pensamos.

Pero Gerardo no estaba tan errado. La segunda mitad del siglo XX cambió radicalmente el modo de circulación de este discurso, que podría sintetizarse, groso modo, como la representación explícita de lo sexual con un fin extra artístico (a priori): la estimulación del deseo. Claro que esta definición ad hoc tiene fallas y es meramente propedéutica. Definir la pornografía es una operación necesariamente contingente y que debe, sin duda, hacer entrar la dimensión histórica. Como señala Dominique Maingueneau en La literatura pornográfica (2007), en griego antiguo, pornè designaba a la prostituta. Ya desde la palabra que nombra, la cuestión contractual está presente. Su derivado, pornografía, no aparece hasta el XIX. Desde entonces, pasó a referir a cosas “obscenas”, desapareciendo el vínculo directo con la prostitución. El sufijo “grafía”, por otro lado, ubica la palabra entre la pintura y la escritura como modos de representación. Por lo tanto, la literatura pornográfica tiene absoluta legitimidad como concepto. La pornografía es, tanto hoy como en el siglo XIX, una categoría de análisis que permite clasificar distintas producciones semióticas, a la vez que, como adjetivo, es usualmente descalificador. El lingüista francés se centra en el término como categoría de análisis, que requiere el ingreso de lo histórico en la medida en que la frontera entre lo lícito y lo ilícito ha ido modulando en distintas épocas y sociedades (y claramente no de manera lineal). 

Además, la pornografía incluye en su etimología la palabra grafía, de modo que Andén consagra este número a otra forma de grafía de la que quizás nunca fuimos directos artífices, pero sí consumidores. No está de más reconocerlo, ya que hacemos un número al respecto. Y sobre eso, adviene el pudor, los patrones sociales y el ineludible interrogante ético-moral. Al ser un discurso a menudo silenciado, en el sentido de que existe y circula, pero no goza del estatus de otros géneros, es un indicador de lo que sucede en una sociedad en un momento histórico determinado. Y por eso, nuestra atención esos productos semióticos que todos consumimos y sin embargo, pocas veces damos carta de ciudadanía. Este número intenta ser un reconocimiento como miembro honorario de la sociedad. Libres de toda falsa moral, podemos entonces distanciarnos de la pornografía comercial y heteronormativa para pensar en representaciones de la sexualidad que se alejan del canon para plantear un proyecto político y estético diferente.  

Una de las primeras preguntas que nos planteamos es si esa grafía es estrictamente visual y solo se restringe a la esfera pornográfica misma, o si rebalsa sobre la vida cotidiana. Y por eso, no descartamos cualquiera de los ámbitos en los que una cierta forma de representación de lo sexual pueda convertirse en pornográfica o al menos participe de esa categoría. Con ese horizonte, aunamos las líneas de análisis que se presentan en este número.

Cada nota aborda un eje, pero, al hacerlo, pone sobre el tapete problemáticas que exceden al tema del artículo, e incluso al eje del número. Es así como la reflexión sobre la desnudez masculina en un calendario de rugbiers se convierte en pretexto para hablar del canon cultural de belleza o del consumo actual de la intimidad. Una investigación sobre el costado erótico-pornográfico de la poesía árabe nos exhorta a reconocer nuestros prejuicios sobre cultura arábiga en general y adquirir herramientas lectoras. El porno animado japonés sirve para descubrir la historia de las representaciones pictóricas sexográficas; la indagación sobre la actividad cerebral frente al consumo pornográfico permite advertir sobre la aparición de adicciones. El porno, desde los aportes de Beatriz Preciado, nos da la oportunidad de vislumbrar operaciones de control y política y es un paradigma que permite pensar en la representación explícita de sexualidades disidentes.   

Este número es, como todos, muchos enunciados que confluyen en una sintaxis colectiva, pero ante todo, es la invitación a ser los hacedores de nuestros propios deseos, que no por autónomos dejan de lado la ética que podemos construir comunitariamente. Porque creemos en el equilibrio y también en la distinción entre la fantasía como ficción y la realidad. Y porque no pensamos que la segunda sea una versión pobre de la primera, sino dos ámbitos complementarios. La fantasía como ficción es el territorio de la rebelión política. Hagámoslo nuestro.   

Que nuestros lectores disfruten de este número y tengan un hermoso comienzo de 2015

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