El mundo estero está poblado de montañas de desechos. Ninguna civilización, ninguna cultura ni ningún país puede decir que ha resuelto el problema. Japón, uno de esos conglomerados humanos que a miles de kilómetros parece tener la solución para todo, se vincula con la basura de modos particularmente ambiguos, como todos, pero a su manera.

 

» ¡Mamá…, estás mezclando polietileno con poliuretano!”. “¡Marge! ¿Cómo pudiste?”. Esto es lo que uno siente todos los días en el País del Sol Naciente. Porque acá hay ocho formas básicas de clasificar la basura: combustible, no combustible, objetos de plástico, papel duro y cartón, botellas de vidrio, latas, basura del tipo recipientes de plástico y telgopor y basura de recolección anual (como electrodomésticos, ropas, toallas, muebles, cosas que tienen mercurio). Un lápiz labial entraría en el rubro de combustible, pero solo si no está terminado; si lo está, entra en recipientes de plástico. ¿Medias? Si es solo una, entra en combustibles, pero dos cuentan ya como vestimenta usada y, por lo tanto, como basura de recolección anual. Hay veces que es necesario medir los objetos: más de doce pulgadas hace entrar a cualquier cosa en recolección anual.

La gobernación de Yokohama se percató de los problemas que residen en esta categorización y optó por lo más sensato: usar treinta y cuatro categorías. La ciudad de Kaikatsu prefirió cuarenta y cuatro. La complejidad es tal que, como buen salvaje que viene de Occidente, uno opta por lo que sabe: meter todo en una bolsa y que no lo vean al momento de llevarla a los contenedores colectivos.

83 - CHIAPPE04Atenuante: los ciudadanos reciben un cuadernillo de treinta páginas en donde se explican cada una de las categorías, incluidas instrucciones detalladas para más de quinientos productos de uso frecuente.

Agravante: la multa por no hacerlo es de cincuenta a cien dólares. Además, la bolsa del infractor se deja frente a su puerta (legalmente hay que poner la información personal en cada una antes de tirarla), con el así conocido «Sticker de la Vergüenza».

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La categorización basural se justifica con el lema del “reciclaje”, ese deber moral de los individuos ante el avasallante ímpetu del consumismo capitalista. En Japón esto empezó con un paquete de leyes del año 1997. Los resultados fueron sorprendentes: hoy el país recicla el 77% de su plástico, más del triple que Inglaterra, Francia o Estados Unidos, lo que en términos cuantitativos significó 3.1 millones de toneladas en el 2014. Redujo, asimismo, los elevados costos que implica deshacerse de la basura, fuera quemándola o tirándola en algún gigantesco baldío. En otras categorías, las cifras de reciclaje de Japón no bajan del 15% y, en lo que respecta a aluminio y acero, las cifras alcanzan el 88% de lo que se usa anualmente. Otro método: hay muy pocos tachos de basura en las calles japonesas. Porque allá la basura es cosa privada y es deber de los ciudadanos llevársela y separarla.

El reciclaje es también un tema de primer orden en los colegios y universidades, incluso en los libros que enseñan japonés a extranjeros. Hay competencias, concursos, premios, también programas en la tele. Fomentar la transformación, la conciencia de que todo lo que usamos puede ser reusado, etcétera. Porque, como bien dice cierto proverbio inglés: “one man’s trash is another man’s treasure” (la basura de un hombre es el tesoro de otro hombre). Por ejemplo, existe una corriente artística llamadaリサイクルアート (arte de reciclaje), a la vez acortado a リサイクラート (reciclarte), la cual proviene de otros movimientos estadounidenses y europeos. El artista japonés Tetsuo Kogawa la vinculó con el budismo y afirmó que: “Su propósito es generar un arte de la evanescencia y de la fugacidad”. Las obras de este género son más o menos horripilantes (otra de Los Simpsons: “¡Es basura, es basura!”), característica que llevó al conserje de un museo en Italia a desarmar una de estas muestras durante su limpieza, pues creyó que se trataba de basura común y corriente. Pero bueno, logran, esto vamos a concedérselo, un propósito cívico: promover el reciclaje.

Más a propósito: en una reseña que hizo en 1930 de El Empleado (Die Angestellten) de Siegfried Kracauer, Walter Benjamin sugirió el potencial creativo de la basura. “Un recolector recoge basura temprano en una mañana gris. Refunfuñando oscuramente para sus adentros, tomando alguna copa, arponea los restos de discursos y fragmentos de palabras con su punzón, y los tira dentro de su carro. Cada tanto recoge sobras de frases trilladas como seres humanos, interioridad y profundidad, y las agita con desdén en la brisa matutina. Es el mismo recolector de basura de siempre, pero esta mañana es la mañana de la Revolución”.

En realidad no tiene nada que ver, pero quería citarlo.

Volviendo a Japón: no todo es color de rosa (aunque sea difícil imaginar basura de este color). Las playas de las islas Shiraishi y Takashima, por ejemplo, tienen alto grado de contaminación y se llenan de basura todas las mañanas. En un país que sobrevive de lo que saca del mar, éste no es un caso menor. También está el problema de la llamada Isla de la Basura, o Isla Tóxica, o La Gran Mancha de Basura del Pacífico, Gran Zona de Basura del Pacífico, Remolino de Basura del Pacífico. Descubierta en 1988, se trata de una masa de desechos de casi un millón y medio de kilómetros cuadrados, que flota a la deriva en el Pacífico Norte. Más allá de los peligros que acarrea para la vida marítima toda y el ecosistema, recientemente ha sido eje de disputas entre japoneses y coreanos, cada uno de los cuales culpaba al otro de la contaminación de sus playas.

También queda otra cuestión: Japón contaminó con productos tóxicos casi todo el cielo y los mares de la región, llegando los desechos nucleares a costas californianas tras el incidente de Fukushima en 2011. Dos años después del siniestro, el gobierno japonés se vio obligado a afirmar lo que esperemos sea un dato verdadero: que un mínimo de trescientas toneladas de material radiactivo desembocó en el Pacífico a fuerza de lluvia y desagües. Aseguran archi-expertos y mega-conocedores que, a Japón, le tomará doscientos años hacer una limpieza total de la contaminación marítima y terrestre, suponiendo que se mantenga la inversión. También hay daños irreparables, entre los que se cuentan muertos y enfermos terminales. Pero bueno, todo no se puede. Para otro momento o para quien le importe.

¿Y por qué debería importarnos a los argentinos lo que haga esta gente con su basura? Bueno, porque existe algo llamado Teoría del Derrame, la que asegura que todo aquello que sobre a las sociedades avanzadas llegará ulteriormente a manos de aquellas que están “en vías de desarrollo”. Imaginamos que los neoliberales que plantearon dicha teoría hablaban específicamente de la basura, porque esperar que llegue un sobrante de yenes a La Matanza o a Santiago del Estero resulta inimaginable. Pero la basura…, eso sí. Porque a pesar de sus esfuerzos, Japón sigue produciendo más basura de la que puede eliminar, sobre todo en materia de la antedicha energía nuclear y de desechos de material electrónico. La regiones que reciben el remanente son, mayoritariamente: el Sudeste Asiático, África, el Caribe y, orgullo bolivariano y sanmartino, Latinoamérica. Nos llega en la forma de electrónicos recauchutados, ropa usada y plásticos reprocesados, a veces incumpliendo estándares de calidad. En fin, que nos venden su basura. Y llegará el momento en que recibamos todo tipo de ésta, incluso la tóxica. Ya se quejó de esto Marilina Ross: “Tráiganla… Tráiganla acá… la-acá, la-cá, la-cá, ¡la ca-ca!”. ¿O ya nadie recuerda los debates de los años ochenta y noventa sobre transformar la localidad de Gastre, en Chubut, en un basurero nuclear?

Corrijo entonces: el proverbio en inglés que cité arriba quizás deba reemplazarse por su versión japonesa: 「ある人にとっての肉が別の人にとっては独である」(lo que para una persona es carne, para otra es veneno).

Por un lado, Japón es un modelo para seguir en el campo del reciclaje y de la separación de la basura, que es a la vez un ejemplo de otra cosa: la disciplina. Por supuesto que algún malpensando historiador hará referencia a su pasado bélico y a las marchas imperiales. Así que mejor hablemos de “rutina” o, sencillamente, de “costumbre”, es decir, algo que puede lograrse por la mera práctica cotidiana (en colegios, hogares, en ámbitos laborales y en medios de transporte). Pero, por otro lado, Japón es el caso paradigmático de ese falso sentido de complacencia que gesta el capitalismo contemporáneo. Porque en realidad la mayoría de la basura no es producida por casas y hogares, sino por empresas y fábricas. El mantra del reciclaje y el ideal ecologista evitan que las últimas inviertan en formas más eficaces para deshacerse de sus residuos. Todavía más: desplaza la responsabilidad de proteger el medioambiente de las corporaciones al ciudadano, obligándolos a tener un montón de tachos de basura si no quiere pagar una multa. Y al fin de cuentas, los que la ligamos (literalmente) somos los tercermundistas. Porque bueno, es verdad que nadie quiere el «Sticker de la Vergüenza» en la puerta de su casa. Pero menos querida aún es la basura de los otros desperdigada por todos los rincones de un país

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