“Alarma por un juego para invocar espíritus que practican alumnos y se extiende en las escuelas. Provoca cambios de conducta y hasta autolesiones” tituló Diario Popular en su tapa de un sábado. Se refieren sin dudas a los festivales comunitarios de la Escuela 15 DE 13, en Villa Lugano, CABA: invocaciones infantiles de los espíritus del carnaval, el Inti Raymi y toda fiesta popular, donde se ven importantes cambios de conducta y danzas rituales entre harina y patinetas.
“Alarma bullying: uno de cada cuatro alumnos lo sufre”, en tipografía catástrofe del diario Crónica. La Escuela 15 tiene 1008 alumnos. La cuenta daría entonces 252 víctimas solo en esta institución; 126 en el turno mañana. No saben qué manera de disimularlo.
Las alarmas a veces anuncian el fuego, pero otras solo sirven para asustar, terrorismo educativo. Que sirva esta alerta para discutir, con tanta idea desparramada, que la escuela pública es un antro poblado de incultura que oscila entre el aburrimiento y la violencia desatada.
Ver un video a modo de ejemplo “Festival de otoño Escuela 15 DE 13”
Porque jugar es un derecho solo en los hechos, porque la organización se aprende y ayuda a crecer, y porque es lindo encontrarse, los alumnos más grandes de la Escuela 15 DE 13 del Barrio Samoré de Villa Lugano, CABA, dos o tres veces por año se encargan decididamente de la jornada escolar. Arman y sostienen juegos y talleres para los demás: compañeros, docentes y familias.
Dedican horas de trabajo en casa y en las aulas, despliegan su ingenio para armar los puestos y para convocar a los participantes; juntan plata para materiales y premios; revisan lo que aprendieron en clase y así comparten algo de lo que saben más con aquellos que de eso saben menos; y así, quizás, entusiasman a otros acercándolos a nuevos mundos. Un verdadero proceso de alfabetización popular.
Además hay bailes y números artísticos de gran calidad, mostrando que la cultura es esta bella creación colectiva del pueblo, una comunidad que va transitando proyecto colectivo.
Sabemos que esto no resuelve los graves problemas del barrio y menos resucita a los que perdimos, pero seguro hace pensar que sin la escuela todo sería peor.
Viernes de junio. El día más frío en Buenos Aires es también el más cálido en la Escuela. La música empezó a sonar y las familias a llegar, mientras las latas caían, la harina volaba, las cotorras sufrían y los limones hacían estremecer. Penales y bolos, huevos y globos, preguntas y respuestas, témperas y crayones, pelotitas y pelototas, animales y sabores…, ¿qué no había?
La abuela que llegó a decir que el problema estaba en que “los lugares de nuestros hijos se los dan a los bolivianos” hoy miraba azorada a Dylan y a Jonathan tocando “El cóndor pasa” y “Llorando se fue” y hasta los filmaba con su celular. No sabemos si cambió de pronto sus concepciones, pero que las puso en duda, sin duda.
La mamá de tercer grado que hace unos meses muy enojada –y quizás con algo de razón– había armado terrible pleito en la dirección, diciendo incluso que de repetirse iba a “poner una bomba en la escuela”, hoy estaba jugando junto a su hijo y ayudando a levantar las latas que se caían en un juego que jugaban todos.
En la escuela, debe haber cincuenta Tomases, pero “Tomás” es uno solo, sinónimo de travesura. Cuenta Nayla de 7.º que cuando lo vieron llegar a su puesto y poner las patas sobre la mesa, se la vieron difícil. Pero cuenta también que como por arte de juego, al rato ya estaba ayudando a las compañeras con la organización de la actividad.
Aylen repitió 7.º grado. El año pasado estuvo de solo estar. Viniendo poco, haciendo menos, diciendo casi nada. Pero este año es otra. Ya se veía viendo en estos meses, pero en el festival le puso el sello de su crecimiento y su alegría. Fue el motor de once compañeras –las cuales no todas se llevan bien entre sí– para hacerlas bailar, hacerlas hablar, darles para decidir y exponerse frente a quinientos niños y familias que aplaudieron su ensayada y dedicada coreografía que demostraron llenas de sonrisas. Hasta un par de las cacicas le pidieron que presente siendo la voz de todas. Su bien ganada voz.
Los fanáticos de la patineta se armaron su Skate school (en inglés, claro, porque “queda mejor”). Cuando empezó la jornada, los demás puestos estaban llenos y ellos solo con un par de tímidos mirones. No se desesperaron: esperaron disfrutando. Eso es la paciencia y da sus frutos, porque al rato estaban llenos de expectantes compañeros y hasta de admiradoras que simulaban caídas para recibir los abrazos de sus héroes.
Rubén el monje, Rubén la ostra, Rubén la parca, el mismo Rubén de los silencios eternos, de la mirada esquiva y de las tareas inhallables, ese Rubén, ¡estaba bailando en un trencito! Nadie lo invitó: fue él mismo a buscar los hombros de una niña de segundo grado y salió al tranquito a patinar la ronda. Lo que no han podido los triángulos ni el sujeto expreso simple lo pudo una fiesta colectiva. Bien la escuela entonces que le abre las puertas al carnaval.
Mariano está en 4.º, pero por su edad podría estar en 6.º. No lo vivimos como un problema. Cada uno a su ritmo; si no hay apuro. Él tiene sus tiempos y sus códigos, más del afuera que del adentro. Sin embargo acá la pasa bien. No descolla ni es un monumento al esfuerzo, pero hay días, como este, que emociona. Con su grupo habían armado un osado “juego de las sillas”. La música para determinar el corte la iban a pasar con una compu sin parlantes. A duras penas se escuchaba. No se desesperaron ni dieron marcha atrás. Lo resolvió Mariano poniendo el cuerpo durante más de hora y media, buscando e invitando participantes, haciéndolos bailar y gritando bien fuerte su: “¡ya!”, para que la ronda danzarina se sentara. Jugaron desde los enanos de primero, que saltaban literalmente a los asientos, hasta las seños y las dires, más púgiles todavía que en las reuniones de personal. Mariano transpiró como nunca; por los poros le chorreaba la felicidad.
Cuatro amigos de 4.º armaron un “revienta el globo” con pelotas. Clásico tiro al blanco. La cola se hacía larga para tirar. Marcos, de 7.º grado, ciento cincuenta kilos de vagancia (nunca menos) quiso apurar el trámite y saltear la espera. Jesús, el encargado del momento para los turnos, lo mandó al fondo de la fila. Marcos quiso imponerle la ley de la calle: presentó su osamenta y amagó a tirar. Pero Jesús, tres veces más chiquito, no se achicó. Dio un paso al frente y le reiteró la orden, sin violencia, pero con firme convicción. Marcos aceptó la parada y se fue sin chistar. Tiene códigos y sabe respetar. Al rato lo vimos más alto a Jesús, con el pecho henchido de madurez.
María de 7.º disfrutó más que nada las risas de los nenes de primer grado cuando jugaban al juego que ella con sus amigos preparó. Esa alegría que celebra es la misma que ella tuvo durante todo el juego. Esas risas eran un espejo: la felicidad propia siempre es el reflejo de la de los demás.
Tienen razones para alarmarse los pregoneros del miedo, los terroristas de la mentira salpicada. Ellos no soportan nuestra fiesta. Nosotros no soportamos la comodidad de la minoría. La noticia es alerta de que es posible, en una escuela de pobres, que la alegría solidaria reemplace al odio y a la exclusión. Si hablamos de miedos, que tiemblen los que dominan, porque es el anticipo de que tendrán el mismo final que los vendedores del aire.
Hay una escuela rara en Lugano donde las cucharas llevan miedos de caída y alcanzan la llegada. Y también los chupetines se ganan con risas y aplausos. Los conejos bajo carteles científicos tienen su foto de agradecimiento por la colaboración prestada. En el patio hay baile y rondas sin frío que convocan a las quenas, de ritos mágicos que llaman a la belleza y harán que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan.
Por todo esto la Libertad, bien entendida, se sienta en la baranda de la escalera, cruza las piernas y se ríe comiendo un helado.