El cine es una herramienta extremadamente poderosa para reflexionar acerca de la realidad. Determinadas películas de la historia −al igual que sucesos artísticos en la historia del arte− reflejan de modo incontrastable alguna situación que está ocurriendo en  la realidad, y que determinados artistas decodifican en búsquedas estéticas, a fin de mostrar o de sugerir aquello que ocurre en determinada coordenada geográfica e histórica. Por supuesto, el eco que determinada obra suscite en el espectador será absolutamente subjetivo y personal, sin embargo, no podemos negar que el séptimo arte tiene la responsabilidad de situarse como un instrumento que conflictúe, cuestione e interpele aquello que llamamos “el relato” asumido.

Resulta interesante involucrarse con el lenguaje audiovisual y poder reflexionar, a través de él, acerca de nuestra condición humana. A estos fines, el cine puede ser una herramienta para pensar la realidad política y se encargó de dar testimonio del transcurso del siglo XX. Pensemos en el conservadurismo extremo ideológico de David W. Griffith, en el cine marxista de la revolución soviética, en el documental propagandístico del nazismo, en el neorrealismo italiano de la posguerra, en el cine crítico de la Guerra de Vietnam concebido por el Neo-Hollywood. Desde sus comienzos, el séptimo arte ha sido concebido no solo como un sólido aparato industrial de entretenimiento, sino como un vehículo artístico muy poderoso para provocar los sentidos del espectador; y no siempre con fines nobles, como algunos de los ejemplos claramente aleccionadores de masas y de verticalismo intolerable citados.

Ante lo expuesto y como toda herramienta que favorece el pensamiento, el cine debe ser utilizado para generar perspectivas pluralistas que nos sirvan para cuestionar el estado de las cosas. Debemos pensar en un arte que provoque conflicto, un arte molesto que incomode, un arte vanguardista que busque romper con los tradicionalismos. En definitiva, un cine valiente que se anime a realizar una autocrítica sobre el pasado político, histórico y social de un pueblo, como ha ocurrido con nuestra industria luego de la dictadura militar. Por lo tanto, hablar de la tradición de nuestro cine es adentrarse en una historia cuyo legado es secular. Este se ha visto empañado por el sendero sangriento que trazaron tras de sí las violentas dictaduras que irrumpieron en nuestra vida política y civil durante pasadas décadas; tristes episodios que afectaron notoriamente la industria, dañando su progreso de forma ostensible.

Todo cambiaría en 1983. Con la llegada de la democracia, el cine argentino volvió a respirar aires de libertad expresiva, destape sexual y rebeldía contenida. Con seriedad y apelo a la memoria, se propuso más de una vez y con mejor o peor suerte denunciar el período de dictadura por medio de películas que retrataban aquellos años oscuros. Sin embargo, almanaques aciagos esperaban por delante mientras nuestro medio reconstruía los pedazos de su identidad. El cine argentino vivió, a comienzos de los noventa, una etapa de transición que dio lugar a una realidad que, a decir verdad, deparó certezas e inquietudes por igual. Entre promesas y augurios de un cine renovado y de calidad, nuevos realizadores se fueron haciendo paso en medio de la complicada maquinaria de la industria cinematográfica argentina gestionada por el INCAA, cuyas labores administrativas también sufrieron los embates y las intermitencias de una realidad sociopolítica cambiante, corrupta e incierta.

“Rapado” (1992), de Martín Rejtman, inauguraría el llamado “Nuevo Cine Argentino”, fructífero período que permitió el surgimiento de una serie de cineastas talentosos, portadores de renovadoras ideas. Al éxito de este film, le continuarían otras dos obras fundamentales: “Buenos Aires Viceversa” (1997), de Alejandro Agresti, y “Pizza, Birra, Faso” (1997), de la dupla Bruno Stagnaro-Adrián Caetano. Una década y media después del retorno de un gobierno democrático, el film “Garage Olimpo” (1999), Marco Bechis,  se convirtió en uno de los más recordados, logrados y sentidos a la hora de recordar a las víctimas de la última dictadura militar. Dos años después, Bechis repetió con una obra igualmente encomiable: la coproducción ítalo-argentina “Figli/Hijos” (2001). También podríamos mencionar un valioso aporte acerca de este período en el largometraje “Vidas Privadas”, una valiente obra de Fito Páez (su ópera prima, en 2001), injustamente incomprendida en su tiempo.

Paralelamente a los procesos socioeconómicos que marcaron el derrotero de nuestra industria, surgió una talentosa camada que marcó un quiebre fundamental en el trascurso de nuestra historia cinematográfica reciente.

En otro orden, la Guerra de Malvinas en tiempos del proceso militar fue otro tópico sensible de tratar por la cinematografía local. “Iluminados por el Fuego” (2005), de Tristán Bauer, se destaca como uno de los retratos más acertados al respecto, abordó el conflicto bélico de modo inédito para nuestro ámbito audiovisual. Poco a poco, el cine nacional se fue nutriendo de títulos que, en su amplio espectro, retornaron a la industria el prestigio perdido. Hitos que posibilitaron que nuestro cine prolongue su imagen en el tiempo, como testigos de la calidad de un arte que logró sortear las desavenencias del pasado.

La estabilidad económica tardó años en llegar a nuestro cine desde el retorno democrático en 1983, debiendo nuestra industria sortear las dificultades causadas por el estancamiento de aquellos años oscuros, los cuales dejaron un vacío difícil de llenar durante gran parte de los años ochenta y noventa. Por tal motivo, estética e intelectualmente, el cine nacional quedó sumamente limitado y devastado en sus formas hacia los albores de la primavera alfonsinista. No obstante, la gestión del INCAA, a cargo de Manuel Antín, al regreso de la democracia argentina, colaboró con posibilitar una serie de logros que pronto colocaron a nuestra industria cinematográfica como una potencia latinoamericana de primer nivel y con prestigio mundial. Gracias a la repercusión de crítica y público alcanzada por la película “La Historia Oficial” (1985), su éxito trazó el sendero que se continuaría durante la siguiente década.

Con estos parámetros, se prefiguró una desburocratización de los medios de producción: nuevos realizadores debutan tras las cámaras, rodeándose de talentosos equipos con espíritu de trabajo colectivo.

Mediante la irrupción de movimientos de corte independiente como el “Nuevo Cine Argentino” (NCA), nuestro medio audiovisual ha transitado, sin cesar, un notorio cambio de rumbo en busca de su verdadera identidad, orientación evidente por el camino trazado desde el regreso de la democracia hasta hoy. Madurando un cine permeable a reflexionar cuestiones delicadas como las barbaries cometidas por la dictadura y el exilio sufrido por aquellos que, sin claudicar en sus ideales, osaron desafiar la censura y la persecución −poniendo en riesgo su vida y aun enfrentándose a hurgar en lo más recóndito de su pasado−, el cine nacional recurrió a estos reconocibles arquetipos, como lo demuestra una cabal y valiente obra: “Infancia Clandestina” (2012), de Benjamín Ávila. Llegando al final del segundo decenio del 2000, nuestro cine muestra síntomas de un presente promisorio. En lo estrictamente cinematográfico, el recambio generacional que naturalmente acontece como en todo proceso, brinda sus frutos a medida que ideas renovadoras resultan evidentes signos de madurez y ayudan a renacer un cine que cierra sus heridas del pasado.

Sin olvidar culpas propias ni perdonar errores amparados por una etapa nefasta y aciaga, donde el medio conspiraba contra la idea, nuestro cine creció exponencialmente. Solo se trató de romper el libreto estipulado, librarse de las ataduras y “empezar a vivir algo nuevo”, como decía acertadamente José Sacristán en el célebre monólogo de “Solos en la Madrugada” (película española de José Luis Garci, 1978). Un daño que llevó décadas reparar. Crecer como industria significa hacernos cargo de que somos el resultado de nuestras experiencias pasadas: los errores que cometimos, las malas acciones que amparamos y la mala memoria que siempre hace trampas al presente. Aceptando dichas falencias del pasado, conseguimos afianzar nuestra identidad presente y madurar como potencia cinematográfica.

A fin de cuentas, no hay mejor manera de superarse que mirar al futuro, entender nuestro pasado y saber vivir con él. La consecución ética y estética es imprescindible no solo en el cine, como evolución artística, y en cualquier ámbito cultural, sino también en todos los órdenes de la vida. Solo así y tan solo así, la deuda estará saldada.

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