El coronavirus nos enfrenta a los grandes debates societales y nos brinda una oportuna y muy lamentable ocasión para poner en evidencia algunos de los importantes retos que la educación presenta. En esta nota me propongo dialogar con aquellos debates desde una mirada educativa y, más específicamente, centrada en el debate acerca de las deudas educativas y sus bemoles en el contexto regional.

El cierre de las instituciones escolares y de las universidades por la pandemia del COVID-19 afecta en la actualidad a más de mil millones de niños, niñas, adolescentes, jóvenes y adultos a lo largo y ancho de todo el globo. El dato se comprende mejor si consideramos que ciertamente casi un tercio de la humanidad se halla en situación de confinamiento obligatorio.

Al constituir un rasgo de la realidad de la economía, de la sociedad y de la cultura, podemos presuponer que la educación se verá inevitablemente afectada por las derivas futuras que, si bien son realmente una incógnita, no lo son tanto atendiendo al incontrovertible aumento de las restricciones y la urgencia de las necesidades de los sectores sociales más postergados.

Las “lecciones” que nos puede ofrecer la pandemia junto con el bosquejo de algunas hipótesis para pensar acerca del escenario educativo futuro y posible con vistas a una agenda progresista motivan la presentación de estas preliminares, precarias y provisorias líneas de análisis.

Viejas y nuevas deudas: del 2008 al 2020
Las deudas educativas no resueltas, como el analfabetismo, el crecimiento sin calidad, las inequidades en el acceso y en los logros y la pérdida progresiva de financiamiento público, encuentran mayores dificultades ante el avance de la actual pandemia. La profunda desigualdad en la distribución de los recursos socioculturales que caracteriza a nuestra región encuentra su correlato en la configuración efectiva de las trayectorias educativas de niños, adolescentes y jóvenes. No sorprende que la UNESCO, frente a la profundización de las desigualdades educativas, haya realizado hace apenas unos días un llamado a los estados para que aseguren el derecho a la educación en un marco de igualdad de oportunidades y de no discriminación como primera prioridad para “no dejar a ningún estudiante atrás“, en línea con el propósito principal de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas.

Pero retrotrayéndonos en el tiempo unos doce años, más precisamente al 19 de mayo del 2008, en el marco de la XVIII Conferencia Iberoamericana de Educación celebrada en El Salvador, los ministros de educación iberoamericanos tomaron una decisión fundamental para la educación en la región: adoptar e impulsar el proyecto “Metas Educativas 2021: la educación que queremos para la generación de los Bicentenarios”, y, la declaración final, lo aprobaron.

Fue un programa de actuación impulsado por la Organización de los Estados Iberoaméricanos (OEI) para los siguientes doce años. La idea de “Generación de los Bicentenarios” aparecía impulsando una oportunidad histórica propicia para reflexionar sobre la situación de la educación y para delinear un horizonte de avances hacia el 2021. El marco discursivo dado por la Generación de los Bicentenarios pretendía condensar no solo una revisión histórica de los acontecimientos pasados, sino que encerraba el propósito de afrontar los retos y desafíos de los pueblos iberoamericanos y, para ello, consideraba como un factor clave a la educación.

La elección del momento histórico no fue casual. El proyecto se presentó en la antesala de la década de los bicentenarios de los procesos revolucionarios que condujeron a la emancipación política latinoamericana y se estructuró a partir de una serie de siete metas tendientes a mejorar la calidad y equidad de la educación afrontando deudas históricas como el analfabetismo, el abandono escolar, el bajo rendimiento de los alumnos y la escasa calidad de la educación pública; pero también desafíos propios del inicio de siglo como la incorporación de las tecnologías de la información y la comunicación en la enseñanza y en el aprendizaje y de las propuestas basadas en la innovación y la creatividad.

Una agenda educativa que termine con las promesas incumplidas
Nadie dice que será fácil, pero tampoco es imposible pensar en clave de la expansión de una agenda educativa progresista atenta a las transformaciones del mundo poscoronavirus. Me refiero a un proyecto capaz de lograr la consolidación de una apuesta colectiva, de un gran pacto educativo cargado de una dimensión transformadora de la realidad, cuyo horizonte esté dado por el mejoramiento de las condiciones sociales, políticas y educativas de las democracias latinoamericanas.

Sin pretensión de exhaustividad, la brecha tecnológica debería ser uno de los ejes centrales de la mencionada agenda. Se sabe: entrar en una fase de incorporación de las tecnologías educativas tal como se planteaba como meta la OEI en el 2008 requiere de una alta tasa de conectividad de calidad. Sin embargo, a nivel regional, en América Latina y el Caribe solo uno de cada dos hogares está conectado y la situación se torna mucho más compleja, si a la ecuación agregamos la distribución desigual tanto de activos de infraestructura digital como de las habilidades digitales de las personas.

La capacidad de liberar el potencial de la enseñanza virtual está, sin dudas, resultando un fenómeno sumamente interesante y probablemente debamos discutir poscoronavirus una digitalización más avanzada de los sistemas educativos. También deberemos, sin caer en una visión ingenua, darnos la discusión con relación a los sentidos, usos, finalidades, actores involucrados e intereses en juego en la incorporación de las tecnologías en educación en un sentido amplio. Harto conocidos son los negocios millonarios que en este rubro promovió la alianza Cambiemos en nuestro país. Por eso, pienso que la máxima de las deudas que quizás podamos superar de una buena vez es la concepción neoliberal de la educación.

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