Los vínculos entre fe y política, de más está decirlo, son problemáticos. Los entrecruzamientos teóricos, simbólicos e históricos se dan desde el mismo momento en que una comunidad se constituye como tal. Una teoría acerca de la relación de la divinidad con un grupo de hombres y mujeres presupone también un modo particular de relaciones dentro de ese grupo. La historia política de cualquier grupo presupone, por ende, la existencia de una concepción particular de lo transmundano. De ese maridaje siempre en tensión han brotado caudales de tinta justificando y criticando, indagando sobre los pequeños y los grandes detalles que colocan a la fe, al hombre y en un mismo campo de fuerzas sociales.


Desde una concepción cristiana (lo que no significa que el resto de las religiones no posea desarrollos similares) La Teología de la Liberación (TdL), como el movimiento franciscano de fines de la edad media, es un intento por dar cuenta del rol de la fe de los desposeídos ante sistemas sociales y económicos opresores. Así como en el periodo tardo antiguo el primer cristianismo caló en entre las capas pobres de las sociedades del mediterráneo y el oriente próximo, la TdL se extendió por áfrica y América latina cuando ya no quedó duda alguna de que la ilusión de bienestar pregonada por el modo de producción capitalista se encontraba agotada. Uno de sus teóricos más lúcidos, el Padre Leonardo Boff decía en un reportaje concedido a Clarín el 31 de agosto de 1984 que la teología de la liberación “reflexiona sobre la realidad gritante y ensangrentada de la miseria, de la opresión y de la muerte antes de tiempo. Para que no se haga ingenua y supere el mero grito de protesta, para que se haga pensamiento articulado y racional, necesita descifrar los mecanismos generadores de esta injusticia…” Por tales motivos la teología de la que hablamos puso especial énfasis en términos como religión popular, pueblo, libertad, clases sociales, política, comunidades de base, política, prácticas liberadoras etc. Con ellos acuñó un discurso novedoso en la misma dirección que los movimientos sociales que desde fines de los años cuarenta y en especial desde principios de los sesenta en adelante se desarrollaron en el mundo. Los variados tipos de marxismos y socialismos dialogaron con la TdL y en muchos casos convivieron en los mismos sujetos de la historia. En ocasiones, con mayor fortuna que otras, marxistas y cristianos lograron fusionar sus prácticas de modo tal que parieron relaciones políticas novedosas (como en el caso de Nicaragua por ej.).

Esta novedad espiritual de la modernidad tardía, la idea de que la libertad que nos brinda la opción espiritual por lo pobres debe traducirse en una opción política a favor de los mismos enfrentó a las cúpulas eclesiales con la TdL. Sus relaciones con la izquierda, su discurso llamativamente similar, la existencia de curas subversivos y guerrilleros participando de procesos revolucionarios escandalizaron a las siempre conservadoras aristocracias religiosas que nunca comprendieron del todo cómo era posible que conceptos como “el opio de los pueblos” conviviera con “amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu” (mateo 22. 37). Para ellos espiritualidad y estructura siempre fue lo mismo y ellos y solo ellos poseen el método para interpretar correctamente la voz de Dios hablándonos sobre la actualidad en una serie de textos escritos hace mucho tiempo. La TdL aboga por otro tipo de relación con los textos sagrados. Existe una sustancial diferencia entre la relación de verticalidad que implica el sermón que baja desde el púlpito y la reflexión comunitaria que se pregunta sobre el texto ¿Qué dice? ¿Qué me dice? ¿Qué le digo?

Esta suerte de insurrección evangélica tiene sus concilios y documentos (concilios de Medellin – 1968, y Puebla- 1979) y sus mártires (Monseñor Angelelli, Carlos Mujica, óscar Romero y Galdámez y otros). Personas de carne y hueso que en su elección de vida y en su defensa de los derechos humanos acabaron dándo la vida como miles de otros luchadores sociales que, muchos de ellos sin compartir su fe, enfrentaron la corrupción, la persecución y la arbitrariedad del poder en todas sus escalas.

En este sentido una religión popular que haga efectivamente honor a esas luchas desde lo simbólico y desde la praxis es arto necesaria. Una religión que dé lugar al reclamo del oprimido y acompañe ese reclamo sin pactar con los poderes de turno cualquiera sea su signo, capaz de cuestionarse a sí misma delante de la sociedad y no en conciliábulos secretos, que le abra las puertas a nuevas formas de relaciones económicas, políticas, familiares y sexuales. Una religión popular que sea algo más que un refugio de supervivencia simbólica de los hombres, algo más que una estrategia para sentirse un poco más seguro ante la incertidumbre de la muerte sino también que inspire al los hombres de fe a transformar las relaciones de servidumbre en relaciones fraternales. Una expresión de fe que sea una instancia de dialogo con el dios que, desde su perspectiva y su dogma, está, como propuso Agustín de Hipona, en la huella que ha dejado en todas sus creaciones■

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