La siguiente nota es una breve síntesis de un trabajo de investigación más amplio realizado en el marco de la materia “Política y Universidad” a cargo del Dr. Miguel Talento en la Universidad de Buenos Aires. La posibilidad de repensar algunos de los conceptos y relaciones aquí presentadas queda sujeta al esfuerzo de cada lector por transpolar las realidades históricas al análisis actual. La propuesta inicial busca trazar puentes ideológicos entre el pensamiento cristiano revolucionario y el proyecto de universidad nacional y popular.
La inquietud por establecer puentes conceptuales entre los discursos de los sectores cristianos más radicalizados y aquellos que subyacen al proyecto de Universidad Nacional y Popular de los años 1973/74, se origina en el carácter excepcional con que estos sectores supieron reinterpretar el vínculo con la sociedad, y particularmente con el pueblo como sujeto de interpelación simbólica, hacia finales de la década del sesenta y principios de los setenta. Tanto la Iglesia como la Universidad son instituciones cuya legitimidad se origina e instala a partir del vínculo con la sociedad y la función socio-política que para con ella tienen. Ocurre que dicha relación, que es el producto de determinadas disputas en el plano de lo político, a la distancia es presentada en términos ideales y abstraídos de los conflictos que la originan, descontextualizada al punto de ser naturalizada como una relación en virtud de la cual cada institución cumpliría con un rol orgánico al interior de la sociedad. Entendida en estos términos, la relación Iglesia/Universidad/Sociedad es vaciada – y viciada – de contenido, promoviendo la conversión de dichas instituciones en una caja de resonancia de los conflictos sociales, que permanecen aparentemente ajenas y externas a estos.
En el caso de la Iglesia, esto se tradujo en la hegemonía de un discurso básicamente contemplativo y orientado a la acción evangelizadora desde la caridad y la benevolencia, sin ningún tipo de incidencia práctica que afianzó el poder político y económico de las cúpulas eclesiásticas y de su estructura jerárquica. En el caso de la Universidad y a pesar de los proyectos de extensión universitaria promovidos desde la Reforma de 1918, se privilegió una mirada academicista en virtud de la cual la Universidad aparecía como fuente de producción y reproducción de conocimiento, como espacio de formación de los sujetos, como “isla” en una realidad socio-política convulsionada en múltiples aspectos. Por supuesto, que tales miradas dominantes en cada una de las instituciones pueden aparecer matizadas o sobrevaloradas en virtud de los procesos socio-históricos que las atraviesan.
De allí que sea posible la emergencia de discursos subalternos que disputan la construcción de sentido y develan la imagen engañosa sobre la que se fabrican tales relatos hegemónicos, tal y como sucedió durante estos años al interior de la Iglesia y la Universidad. Dichos relatos ponen de manifiesto una nueva concepción del vínculo con la sociedad que destaca la acción integradora de ambas instituciones para con el pueblo, y que condujo a procesos de identificación, de encuentro y de amalgama de diversas tendencias en el peronismo, como movimiento generador de un sentido de pertenencia y direccionador del proceso revolucionario.
En el caso de la Iglesia, la emergencia de relatos subalternos deviene de un proceso por el cual a las fracturas antiguas que dividían al catolicismo tradicional, tales como liberales frente a nacionalistas, sectores próximos al peronismo frente a sectores que lo enfrentaban, tomismo tradicionalista frente a corrientes progresistas, se superpuso la convocatoria conciliar emitida por el Papa Juan XXIII[1] en 1959. Ella marca el inicio de un clima general de aggiornamiento pastoral, cuya principal fuente de legitimación discursiva se encuentra en la apelación directa al Pontífice y sus encíclicas, la Pacem in Terris y la Mater et Magistra,[2] además de los decretos conciliares. En este sentido, el Concilio Vaticano II[3] marca un antes y un después en la definición de tendencias doctrinarias y pastorales al interior de la institución eclesiástica, impulsando un profundo proceso de recambio generacional de las cúpulas.
Del mismo modo, diversas organizaciones estudiantiles durante estos años asumirán la necesidad de reconstruir la universidad a partir de una renovación pedagógica que incorpore la perspectiva nacional y liberadora a las prácticas universitarias habituales. En consonancia con las nuevas miradas de la realidad social, se produce una inversión de las prioridades sectoriales, a partir de la cual las cuestiones universitarias quedan supeditadas a los requerimientos populares, o en todo caso, se entiende que las cuestiones de carácter académico no pueden interpretarse de manera soslayada y ajena a las luchas populares, sino como parte de un proyecto nacional y popular. La Universidad aparece entonces como engranaje de un proceso mucho más abarcativo que la excede al tiempo que la contiene. En función de ello, se hace manifiesta la tensión entre la incorporación de prácticas académicas novedosas por un lado, y el alineamiento del gobierno universitario con el gobierno nacional por el otro, lo que necesariamente potenciaba el rol protagónico del Estado en tanto que direccionador del proceso revolucionario y popular.
Estos sectores radicalizados que reinterpretan su vínculo con la sociedad y específicamente con el pueblo, vienen a denunciar la inacción y pasividad que durante muchos años caracterizaron a la Iglesia y la Universidad como instancias ajenas a la conflictividad política, poniendo de manifiesto las tensiones que las atraviesan y destacando la necesidad de politización de estos espacios. Las “misiones” que durante años legitimaron la acción evangelizadora de la Iglesia a través de la prédica de la caridad y la ayuda humanitaria; y la acción de la Universidad en tanto que instancia formadora y proveedora de los recursos técnicos y profesionales necesarios para el desarrollo del país, serán reinterpretadas en una línea de lectura antiimperialista, nacionalista, popular y revolucionaria. De este modo se configura un universo de ideas que asocia “liberación”, “compromiso temporal”, “opción por el Pueblo”, “revolución”, “socialismo” y “hombre nuevo”, con el imaginario peronista. Y dado que por su condición social tanto el estudiante como el sacerdote, se ven equiparados en cuanto a los intereses que representan y a la imagen que de ellos ha construido el pueblo, lo que se pretende es contribuir a procesos de desclasamiento de la Iglesia y la Universidad, que potencien las facetas más transformadoras de las mismas en tanto que instancias formadoras de subjetividad.
A partir de ello uno podría preguntarse, ¿cuán profundo ha calado el imaginario popular en estas instituciones? ¿Funcionan en la actualidad como verdaderos espacios de expresión de las demandas sociales – asumiendo un carácter conflictivo – o como mera caja de resonancia de los conflictos sociales? El ejercicio de trazar puentes ideológicos entre diversas formaciones discursivas, incluso salvando las distancias históricas que pudieran suscitarse en los diversos contextos, nos permite repensar las conceptualizaciones hegemónicas y subalternas que se gestan al interior de dos instituciones, como lo son la Iglesia y la Universidad, y fundamentalmente de reflexionar respecto del vínculo y las articulaciones que desde ellas se promueven para con la sociedad, y específicamente con el pueblo■
[1]El Papa Juan XXIII fue un Papa atípico en relación al papado tradicional. El nuevo jefe de la Iglesia Católica produjo reformas progresistas y hasta revolucionarias en la doctrina y estructura de la misma, tradicionalmente conservadora y reaccionaria. Su política tuvo gran influencia en el desarrollo de tendencias “socialcristianas” (Humanistas, Integralistas, Ateneos, etc.) en las organizaciones católicas de base, que finalmente confluirían en el “cristianismo revolucionario”.
[2] La Encíclica Pacem in Terris se dio a conocer el 11 de abril de 1963 y es la última encíclica de las ocho escritas por el Papa Juan XXIII. En ella hace una profunda reflexión sobre las condiciones que han de imperar para que exista una verdadera paz en el mundo. Por su parte, la encíclica Mater et Magistra fue promulgada el 15 de mayo de 1961 y trata sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la Doctrina Cristiana. Presenta a la Iglesia como Madre y Maestra lo que justifica su nombre. Fue anunciada ante miles de personas en un discurso dirigido «a todos los trabajadores del mundo».
[3] El Concilio Vaticano II fue un concilio ecuménico de la Iglesia Católica convocado por el papa Juan XXIII, quien lo anunció en el mes de enero de 1959. El mismo constó de cuatro sesiones: la primera de ellas fue presidida por el mismo Papa en el otoño de 1962. Él no pudo concluir este Concilio ya que falleció un año después, el 3 de junio de 1963. Las otras tres etapas fueron convocadas y presididas por su sucesor, el Papa Pablo VI, hasta su clausura en 1965. La lengua oficial de su celebración fue el latín y se trató del Concilio con mayor representación y heterogeneidad por la asistencia de unos dos mil padres conciliares procedentes de todas las partes del mundo y de una gran diversidad de lenguas y razas. Asistieron además miembros de otras confesiones religiosas cristianas.