o hay −acaso no podría haberla− cultura, civilización o pueblo alguno que no se encuentre atravesado de un modo u otro por el concepto de deuda. Las relaciones sociales se fundan en alianzas de reciprocidad, es decir, en una correspondencia mutua de beneficios, en un ida y vuelta de dones y contradones que van atando, engarzando una trama de sociabilidad que constituyen, con sus bemoles, una experiencia común. La vida misma es algo que se nos da y que nos coloca en una cierta posición de sumisión −temporal o permanente− con aquellos que nos la brindan o la facilitan. Los
“Toda la construcción política moderna necesita un sentido consustancial con el mito”. – Diálogo con el Dr. César Ceriani Cernadas – Andén 92
Si se sospecha que el mito aún cumple una función en nuestras sociedades, nada mejor que acercarse a quienes hacen de él un objeto de estudio. Por eso, para nuestro número de mitos acudimos a César Ceriani Cernadas, doctor en Antropología, investigador del Conicet, miembro de la cátedra de Antropología Sistemática III de la Universidad de Buenos Aires y especialista en religiones populares y antropología simbólica, quien nos aclara un panorama que, como suele ocurrir, se encuentra empañado por la razón occidental.
Las teodiceas de tu corazón – editorial 92
Vivimos y morimos en sociedades que han banalizado los mitos. Por un lado, los hemos convertido en cuentos de hadas, en narrativas pasadas de moda ante el imperio de un tipo de pensamiento −el racional− que se mira al ombligo cada vez que quiere describir la realidad. Por otro, los hemos asimilado a una masa uniforme de creencias sin ton ni son que pueblan nuestro descontento con occidente y que le buscan un sentido a la vida apelando a cualquier cosa que no huela a modernidad. Otro es aquel que aplica el título de mito a gentes, eventos o cosas que están más allá de nuestra cotidianidad. «El mito viviente», «un momento mítico», etc. Todas ellas formas de degradar lo arcano y numinoso que late en nuestras conductas más mundanas.
Este mundo solamente romperá tu corazón – Andén 91
Todos tenemos la experiencia del bucle mental, esa idea compulsiva a la que volvemos una y otra y otra vez sin solución de continuidad y que nos impide retroceder tanto como seguir adelante. Esa idea, asociada a prácticas determinadas, es quizás una de las características principales de la neurosis obsesiva. Un retorno a la niñez más primaria en la que el acto de la repetición fijaba conceptos. Eso que hacen los infantes, que ven un millón de veces las mismas películas, los mismos dibujitos; que preguntan casi como en una conmoción mental “¿Y mamá? ¿Y papá? ¿Y Candela? ¿Y la moto?”. La repetición pavloviana, como fijación y refuerzo de algo del mundo que nos ha interpelado y se afinca en el hondo bajo fondo eternamente sublevado.
El delicado sonido del trueno – Editorial 91
El exministro Aníbal Fernández dijo, en medio de una disputa de sellos partidarios en el 2005: “A la marcha peronista que se la metan en el culo, muchachos”. La cedía, es cierto, pero luego de buscarla, porque ciertos himnos, ciertos cantos guardan en el ritmo de sus palabras una conexión con poderes que parecen trascender la sola materialidad de la vida. Porque el sonido, más allá de su naturaleza física, tiene un poder simbólico que atraviesa la historia de la humanidad desde mucho antes de poder llamarnos humanos.
El terror por otros medios – Editorial 90
Vivimos una edad del mundo en la que el terror social y sus artífices han cobrado nuevos bríos. No es que antes hubiera desaparecido, como se postuló luego de la caída del muro de Berlín y la consecuente pax norteamericana que, al fin de cuentas, duró menos que un suspiro. Desde que el mundo es mundo, aterrorizar a otros es una herramienta para dominar, para conseguir que los otros den lo que de otro modo no darían. Una herramienta acaso menos sutil que otras, pero herramienta al fin. Una bomba por aquí, un atentado por allá para que algunos se asusten y recuerden que siempre hay disconformes capaces de pasar a mayores, si se les da la oportunidad.
¿Mutatis mutandis? – Andén 89
Esteban Bullrich, primer ministro de educación del gobierno de la coalición Cambiemos, dijo en septiembre de 2016 que la función del sistema educativo argentino era la de crear generadores de empleo o, en su defecto: “Crear argentinos que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”. Es innecesario ahondar en el tinte ideológico detrás de lo que dijo. Bullrich está lejos de ser un pensador penetrante, pero el espíritu de su comentario no es distinto a algo que hace notar Deleuze en su postscriptum sobre las sociedades de control: los políticos hablan de reformar (o cambiar) esto o aquello, pero saben que el mundo tal y como lo conocieron nuestros padres y abuelos está acabado. Gestionan la agonía. La incertidumbre, entonces, habrá de ser nuestra moneda de cambio en los tiempos por venir. ¿No lo es ya? ¿Desde hace cuánto? ¿Cincuenta, sesenta, doscientos años? No quedan certezas ni saberes inamovibles, esos resabios de la modernidad. No quedan, fruto de lo pos y la muerte de los ismos, refugios duraderos en los cuales cobijarnos con seguridad de la intemperie del cambio, aquel que no suele tenernos en cuenta.
Homo ludens (o el spinner de tu corazón) – Editorial 88
Jugamos desde siempre. Jugamos en todas partes del globo. En todas las épocas, incluso antes de que las hubiera, cuando éramos proyectos de seres humanos sobre árboles. Jugamos y, en principio, cualquier elemento a nuestro alcance es un juguete. Tal vez por eso las esferas del juego y lo sagrado se encuentran unidas en una oposición insalvable. Jugar es una actividad plenamente humana que se da en una temporalidad cuyas reglas son un acuerdo. El juego, como las formas sociales, es un pacto que nos trasciende, amplía la comunidad en su necesidad de un otro. Opera como mediador sociocultural entre la adultez y la infancia, entre una clase y otra, y a su vez es soporte de la biografía de los individuos y de la memoria comunitaria, que nos enclava en el tiempo y el espacio que nos ha tocado. De igual modo, permite la cohesión entre los miembros de una comunidad que crecen y juegan hasta reconocerse en sus individualidades y potencias.
Mata a tus ídolos – Editorial 87
A principios de la década de los noventa, la banda norteamericana Gun´s & Roses promocionaba su disco Use for ilution con un curioso merchandising: la cara de Jesús de Nazaret junto a la frase Kill your idols (mata a tus ídolos). Si bien Durkheim postulaba que sin ellos no hay sociedad, la idiosincrasia nacional tiende a ir por esos rumbos toda vez que desde hace más de medio siglo no hacemos más que bajar del pedestal a toda figura, institución o rol político que otrora fungió de salvadora de la patria. La historiografía cascoteó las leyendas que constituían los próceres nacionales. Luego acabamos con el mito de las fuerzas armadas como reservorio moral patria. Más tarde, los jueces, la política partidaria, la iglesia, el periodismo. Hoy, los docentes. Nos encanta ver al ídolo de ayer caído por nuestra pedrada. Por eso tenemos una malsana fascinación con los cadáveres: los literales (Moreno, Perón, Eva, Aramburu, Rosas, Néstor) y los simbólicos (Maradona, Charly, Monzón, Menem). No somos capaces de convivir con lo que alguna vez amamos. En un movimiento continuo de acción y reacción, deificamos y condenamos al averno. No es que algunos de los portadores de esa prosapia no se lo merezcan, sino que es curioso que nuestras dinámicas sociales busquen de un modo u otro horadar las bases del prestigio de aquello que en algún momento nos ha guiado.
“Todo es palabra divina “. La cábala en formato humano – Andén 86
Federico es un rabino, bueno, estrictamente rabino, no; seminarista, pero no tiene la imagen prototípica de quien habla de dios a sus fieles. Es joven. Si se lo busca en internet incluso se lo puede encontrar haciendo covers de Luis Miguel. Eso lo humaniza. Lo vuelve cercano. Cuando habla de los misterios de su fe no duda, los conoce. Como todo rabino, maneja la miríada de preceptos y normas de una religión que ya era ancestral cuando Sócrates nacía. Y, sin embargo, no usa el tono de los decidores de verdad. Es un intérprete, “un buscador”, alguien que aprende, y enseña, a buscar la naturaleza de la creación en el sentido que hay oculto detrás de las palabras.