Las causalidades navideñas (porque las variopintas publicidades de Alfaguara no pueden ser casuales), quisieron que me encontrara con los Cuentos completos de Fogwill. Sí, Fogwill a secas, porque a Rodolfo Fogwill –a Fogwill–, le gusta que lo llamen sólo por su apellido, como a los grandes pensadores: Kant, Wittgenstein, Nietzche… Fogwill. Los cuentos de Fogwill, entonces, para terminar de saturar el párrafo con redundancias. Y para jugar un poco con el lenguaje y sus convenciones como lo hace él a lo largo de todos los textos que integran este volumen, donde, es cierto, no están todos los cuentos que publicó y escribió, pero sí aquellos que, como él anhela y deja bien en claro en la nota preliminar al libro, deberían sobrevivirlo.

Podríamos hablar, en consecuencia, de una antología fogwilliana que basta para comprender la altura canónica a la que ha sabido escalar a través de los años, en los que también conquistó una nueva generación de jóvenes lectores que lo vuelven a consagrar. Gran parte de esa obra, o al menos varias de sus partes más significativas, se encuentran dentro de estos Cuentos completos. Podemos encontrarnos, por ejemplo, con el recordado “Muchacha punk”, donde aquello de la redundancia es manejado con una habilidad inaudita –quizás comparable con lo que el italiano Alessandro Baricco hizo luego en Seda–, y podemos palpar el juego con la escritura no sólo en ese recurso, sino en el modo en el que autotraduce los pasajes en inglés durante una charla con un grupete de damiselas londinenses. También podemos asistir, en “Restos diurnos”, a un inestable relato regado de cocaína y perdernos en un mar de sueños que pueden ser realidad, o sueños, o delirios, sumidos por el efecto perturbador de la siempre presente “novia blanca”, como bien supo nombrarla el filósofo Carlos Jiménez, conocido en los claustros cordobeses como La Mona.

Parecen ejercicios lúdicos, ensayos, y muy probablemente algunos lo sean, pero a poco de desandarlos vemos que estos cuentos son creados por una mano que domina profundamente el género, y por eso mismo puede permitirse volar del modo en que lo hace. Se puede permitir, con un descaro brutal, que uno de sus personajes anhele, al paso de una estrella fugaz, “primero la muerte de Perón, después desvirgar y por último dirigir la revolución”, y termine cumpliendo uno de esos deseos –el segundo–, con uno de sus familiares más cercanos.

Ese acérrimo “gorilismo”, que el propio autor de Los Pichiciegos se encarga de recordar cada vez que juzga necesario, se combina a la perfección con la desfachatez con que ironiza sobre el modo de ser del porteño, de la gente “bien” del campo, con el ambiente literario en general y particularmente con algunos de sus dioses locales. Así, al ver un título como “Help a él”, no podemos pasarlo por alto y dejar de recordar a un tal JLB, ni evitar sonreír ante un nuevo anagrama –el primero está unas palabras atrás, entrecomillado–, al leer el nombre Vera Ortiz Beti a poco de comenzar el relato. Algo oscuro, y muy divertido, debe estar por venir. Y se avecina, en efecto, una de las escenas de sexo más grotescas y a la vez sensuales que estos ojos recuerden, cercana a lo más crudo del olvidado Enrique Medina, en Las tumbas o Las muecas del miedo.

Esos golpes, esos pequeños ataques o burlas, esos despliegues de inteligencia al servicio de la literatura, adquieren más validez, o al menos una cuota mayor de prestigio, si recordamos que fueron escritos en el momento justo. Para ponerlo en claro: “La cola”, historia en la que un fotógrafo recorre los miles y miles de metros de esa fila humana que quería despedir al cadáver de Juan Domingo Perón, fue escrita en 1974; y “La larga risa de estos años”, escrita en 1983, narra la desventuras de una curiosa pareja que recuerda que, sobre fines de los setenta, “todos vieron lo que fue pasando durante aquellos años”, pero “muchos dicen que recién se enteran”. Es decir: hablar de lo que hay que hablar en el momento en que sucede, con distancia de semanas, meses, y no luego de que todos lograran digerir el pasado o buscaran enterrarlo. Eso, aunque muchos no lo valoren, es un gran mérito que permite ver, además, que la irreverencia y la incorrección son sólo ingredientes que van de la mano con una lúcida mirada sobre el contexto sociopolítico.

En alguno de sus arranques de sinceridad, él mismo se ubicó entre los mejores 30 narradores de Argentina. Pero no resultaría polémico ubicarlo más cerca –en una supuesta e inútil tabla de posiciones–, de los puestos de vanguardia ocupados por Walsh, por Cortázar, por Arlt, por Borges. Aunque eso, al viejo Fogwill, quizás le interese bastante poco y se mofe de aquellos errantes que buscan difundir sus historias

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