Las estadísticas educativas muestran tendencias que deberían ser atendidas por el Estado: la deserción escolar de las mujeres que fueron madres, la cantidad de hijos de las familias de menores recursos y la baja edad promedio de las madres primerizas. La baja inversión estatal en planes de educación sexual agrava el panorama. Qué se debería tener en cuenta en la discusión sobre la despenalización del aborto. 

1. Los indicadores sociales preocupan. Demuestran que la desigualdad en el acceso a los derechos que debería garantizar el Estado es grande. Que la brecha social está consolidada. Algunos índices mejoraron, pero el proceso es lento y tiene muchas resistencias que vencer. El problema de plantear la despenalización del aborto es que la discusión contiene un alto contenido de hipocresía, ya que al determinar el rechazo –basándose en la defensa al “derecho a la vida”– sin abrir el debate se omite discutir las políticas de salud reproductiva y de prevención de las enfermedades de transmisión sexual.

El embarazo no deseado tiene muchas explicaciones posibles, y gran parte de éstas corresponden a las fallas en las política de educación sexual y la falta de acceso a la profilaxis. La imposibilidad de interrumpir un embarazo en familias de bajos recursos (las principales perjudicadas por esta restricción) puede tener graves problemas en el futuro inmediato: problemas de alimentación, de desarrollo corporal, de acceso a la educación, entre otros; el niño (o la niña) nacería en un ambiente con carencia estructural de derechos básicos.

2. Los datos de educación de las mujeres que fueron madres muestran las grietas del Estado. Según el Observatorio de la Maternidad, “la mitad de las mujeres que son madres no terminaron la escuela secundaria (el 48,7%), aún cuando la educación formal es obligatoria hasta terminar dicho nivel. (…) Dentro de este grupo de madres, el 6,5% no logró siquiera completar la educación primaria, mientras que el 42,2% restante finalizó el nivel primario de estudios pero no el secundario. (…) En el extremo superior de la pirámide educativa se refleja que el 29,1% de las madres que pasaron por la universidad, el 18,6% de las cuales concluyeron los estudios terciarios o universitarios”.

Los índices mejoraron en todos los niveles durante las últimas dos décadas y media; las mejoras más importantes se dieron en los niveles superiores: “la proporción de madres –según el informe del Observatorio– con bajo nivel educativo se redujo significativamente: pasan del 68,4% en 1957 al 48,8% en 2006; las de nivel medio la mantienen prácticamente constante, y un gran avance ocurre entre aquéllas con estudios terciarios o universitarios completos. Entre estas últimas, la proporción se duplicó a lo largo de los últimos 21 años: pasó del 7,3% en 1985 a 18,6% en 2006”. La brecha, consolidada desde hace tiempo, se ha achicado, pero el proceso es lento y, además, requiere que el Estado trabaje activamente en los niveles iniciales para evitar la deserción escolar. Niveles en donde debería ser clave la educación sexual, principalmente en lo que se refiere al uso de la profilaxis y a los riesgos de las enfermedades venéreas. Si las fallas de origen persisten, la discusión sobre la legalización del aborto se abordaría en las consecuencias, pero sin atacar las causas: las desigualdades en el acceso a la educación y la información.

3.  El Observatorio de la Maternidad también tiene otras estadísticas que evidencian las desigualdades sociales y cognitivas: “‘la brecha respecto de la edad de la maternidad entre las mujeres con diferente nivel educativo’ se profundizó, ya que las mujeres que tuvieron la posibilidad de culminar una carrera terciaria o universitaria tienen su primer hijo, en promedio, a los 27,2 años, en tanto que aquéllas ‘con bajos niveles educativos’ son madres ‘por primera vez a los 21,3 años’”. Pero la diferencia no sólo se ve en la edad de la maternidad, sino también en la cantidad de hijos: “la cantidad promedio de niños procreados ‘se mantuvo prácticamente constante en un valor cercano a los 2,4 hijos/as por mujer’, ‘las mujeres en situación de indigencia procrean en promedio dos hijos más que aquellas en mejores condiciones sociales: 3,7 hijos y 2 hijos, respectivamente’”.

Los números son nítidos. Las mujeres en situación de vulnerabilidad social o con niveles más bajos de educación tienen un doble problema: estructural y laboral. Se deben plantear políticas sociales de largo aliento (como por ejemplo, la asignación por hijo para empleados informales y desocupados, que debería dejar de ser un decreto para transformarse en una ley). Los primeros pasos, de blindaje social –con la obligación de presentar certificados de salud y educación–, son importantes y saludables. Pero todavía es evidente la insuficiencia de inversión por parte del Estado, quien tiene la capacidad de aplacar las desigualdades mediante el aumento del presupuesto y la mejora de la infraestructura. Si no se amplía, el cuello de botella puede tener graves consecuencias.

4. Josefina Licitra resume el problema: “el Estado invirtió, a lo largo de este año [2009], 35 millones de pesos en el Programa Nacional de Educación Sexual y Procreación Responsable, [mientras que] en forma paralela las mujeres han debido desembolsar –también en el 2009– 1.000 millones de pesos para pagar abortos clandestinos: casi un 3.000% más que la inversión estatal”. El riesgo es alto: no está garantizada la atención de un profesional de la salud; además, el costo implica que es un esfuerzo económico que no todas las mujeres pueden hacer. La falta de garantías sanitarias y la clandestinización –que lleva a que se practiquen abortos en lugares inseguros– ponen en riesgo la vida de las mujeres. Los casos de muertes por abortos mal practicados, en nuestro país, es alto.

5. Plantear la despenalización del aborto, necesariamente, tiene que hacerse desde una perspectiva integral, dado que el Estado debe garantizar –además de la gratuidad y las condiciones sanitarias adecuadas– la igualdad de oportunidades educativas que lleve a una mejor planificación familiar y a una vida sexual segura. Debe garantizar la igualdad de posibilidades en el acceso al conocimiento y en la prevención. Sin políticas públicas que acompañen a un mejoramiento de la calidad de vida, los problemas estructurales probablemente persistan. Y una discusión superadora se transformaría en una quimera■

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