En la crítica de cine frecuentemente aparece el intento de buscar en determinada película alguna característica especial para ubicarla en un lugar de privilegio y enunciarla con rótulos tales como “La película que definió una época”, “la película de la década”. La pregunta es si vale la pena esta separación temporal claramente obsesiva y que nada más da cuenta de un vicio de la crítica artística. Desde luego que no. Pero en el análisis crítico frecuentemente suelen establecerse cuestiones de este orden sin quedar nunca del todo claro muy bien el porqué. Posiblemente se deba a la necesidad de expresar lo que sucede cuando uno se encuentra con determinados productos.
Pixar está generando desde hace un tiempo algo excepcional y particular. Es probable que, desde los manifiestos y argumentos sostenidos por los pensadores-críticos-artistas de la nouvelle vague, el cine haya pasado a pensarse a través de la lógica de “cine de autor”. Pero el cine es una industria y requiere del trabajo de muchísima gente. Así en una época, las películas eran “Las de Universal” y poco se remitía a si el director era Browning o Whale, el público confiaba en que el estudio daría diversión de calidad a las masas. Desde la década de los 90 hasta ahora, Pixar ha devuelto de a poco algo de ese espíritu. A la gran mayoría de los espectadores no le interesa quién dirigió determinada película, es más, los directores son aparentemente circunstanciales (aparentemente) y van cambiando, incluso actuando de a par en ocasiones. El producto final trasciende cualquier nombre, que es un poco en definitiva el verdadero espíritu del cine como arte.
En una época en donde se filma mucho (muchísimo, prestar atención si no a cualquier festival de cine independiente), en donde la tecnología hogareña posibilita que cualquier pequeño burgués pueda filmar un largometraje, las películas de gran producción (los 90 fue la última década en la que el cine de tal características dio luz) son escasas. Se intenta así apostar por productos que se sabe (en un cálculo aparentemente posible de hacer por las grandes productoras norteamericanas) funcionaran en taquilla. Así es la época de las secuelas, de las sagas, de los remakes y de las mega -y esporádicas- producciones, como la divertida Avatar y la pretenciosa El origen. En estas condiciones aparece una auténtica obra maestra y desde mi opinión la gran película del año: Toy Story 3.
La película funciona en varios planos. Por ejemplo se puede resaltar lo extraordinario de su narración. Es un film de aventuras, de suspenso, también es un drama carcelario, posee muchos elementos del cine de terror y de la comedia. Posiblemente me quede corto, pero aseguro que por lo menos posee todos estos elementos.
Particularmente muchas películas de animación me parecen cortos extendidos, son pocas las que resisten el largometraje. Considero a Wall-E un ejemplo de ello, realmente sería una gran película si hubiese durado apenas más de media hora. Lo mismo con Ratatouille. Up resiste mejor la longitud, resultando una excelente película. Buscando a Nemo se ve levemente perjudicada por un exceso de gags. En cambio, la narración en Toy Story 3 es superlativa.
También cabe destacar el desarrollo cabal de los personajes. Los malos generalmente resultan más atractivos que los héroes y en una época de grandes villanos, como Heath Ledger haciendo de El Guasón en la última Batman o Christoph Waltz como Landa en Bastardos sin gloria, habrá que sumarle a un logrado osito de peluche rosa llamado Lotso (y a su ladero, un bebé que resulta ser la versión siniestra de los bebotes nenuco). Pero en Toy story 3 los héroes son más atractivos aún, cosa difícil de lograr.
Aunque lo auténticamente importante es el guión en su poesía, en su metáfora. La película en su estructura está repleta de tópicos tratados con respeto y de forma original.
Pero las cuestiones de fondo son trascendentales: trata acerca del paso del tiempo, el absurdo, la madurez, el amor, el engaño. En esta tercera parte, sale a la luz un elemento que las otras dos películas de la saga no habían dado cuenta de tal modo: los muñecos no crecen, de alguna manera resultan ser eternos. Así los simpáticos muñequitos pasan de ser meros héroes de películas de niños a excepcionales representaciones del absurdo. Así esta película resignifica a las otras dos en este punto.
Andy es el “dueño” de los personajes, ya que en definitiva son sus muñecos. Andy crece, madura y parte hacia la Universidad y así ese universo que los personajes tenían en la habitación del niño, ese único mundo que conocían, pasa a convertirse en algo vacío, en algo circunstancial (lo mismo que para Andy). Entonces la pregunta es: ¿qué se hace frente a eso? El osito Lotso se llena de odio y de furia ante el desamor y supuesto desengaño. En cambio los personajes principales como Buddy o Buzz llevan adelante el abandono y la pérdida con nobleza y entereza.
Los minutos finales de la película son conmovedores además de poseer un alto nivel de cine. El plano de los muñecos en su rol de meros muñecos mirando el auto que se marcha luego de que Andy haya jugado una última vez con ellos es conmovedor. En ese momento en que el auto se pierde, la realidad para estos personajes cambia, ahora sí definitivamente para siempre, cambia su mundo y todo lo que hay en él. Y los efectos que produce en el espectador es de resignación: ¿por qué Andy no se los llevó consigo? Porque Andy es un sujeto y no es un muñeco. El crecimiento implica siempre una pérdida y la película lo muestra directamente.
Cabe la comparación con Inteligencia Artificial de Steven Spielberg. Si bien la gran diferencia es que aquel muñeco en definitiva quería ser un humano y como tal deseaba una madre. Los personajes de Toy Story no quieren ser humanos. Están arrojados en el mundo y se responsabilizan de ello. Pero buscan el lazo entre ellos porque creen firmemente que en ello está la condición para soportar de mejor manera el absurdo de esta vida. Si hay algo que la película destaca es el absurdo. Saben que en un tiempo les pasará con su nueva dueña lo mismo que les pasó con Andy. Y así se patentiza la repetición indefinida en el tiempo de todo lo que ya existe, dando cuenta del absurdo de la vida, del sin sentido de ella.
La identificación ocurre con los muñecos pero también con Andy, porque cuando se marcha de alguna manera la realidad de él también se modifica, crece, tendrá que responsabilizarse y, al igual que pasa con los muñecos, tendrá también que hacer algo con el absurdo de la vida. Tal como nosotros, los espectadores■