Lucidez y simpleza son las utopías que atraviesan el inicio de todo texto, por más pequeño, grande, filosófico o periodístico que sea. El autor que se proponga explicar la realidad de manera compleja fracasa o peor aún se pierde en la indiferencia de la incomprensión. Parece que lucidez y simpleza son palabras que se han peleado hace tiempo, irreconciliablemente. Una, la simpleza, por la dificultad de encontrarla; la otra, la lucidez, por ser un recurso no renovable o en “peligro de extinción” si no se hace un uso sustentable de ella.
Puede parecer fácil describir lo que entendemos por derecha y por izquierda en la política moderna. Pero no lo es. Todos tenemos una construcción mental de lo que tales palabras, netamente políticas, pueden abarcar. Pero: ¿podemos explicar, la política actual, en conceptos forjados hace más de doscientos años? Bueno, no solo que sí podemos, sino que además lo hacemos. Y lo hacemos diariamente.
Lo que no es posible, al menos para mí, es identificar el concepto “derecha” con los valores seguridad, libertad individual, república; ni, por contraposición, decir que la igualdad, justicia social, distribución equitativa son valores únicamente posibles en una concepción de izquierda.
Como siempre, suele ser bueno recurrir al origen terminológico de las palabras, para ver qué es lo que quisieron en su momento significar y qué es lo que actualmente pretenden explicar.
Las nociones de «derecha» e «izquierda» políticas tienen su origen en el parlamentarismo europeo, puntualmente, luego de la Revolución Francesa en la Asamblea Constituyente, donde las distintas facciones o tendencias políticas se distribuían en el recinto según su ideología y, según la perspectiva del presidente, hacia la izquierda o hacia la derecha. En ese sentido, derecha e izquierda se convierten en términos meramente convencionales, pero muy pronto llegó a considerarse que el objetivo propio de la izquierda es intentar «limitar la acción de las fuerzas dominantes” y hacer progresar la justicia y la igualdad.
Entonces, aparece como más simple la diferenciación y a su vez los puntos en común. Justicia, igualdad y libertad no pueden ser banderas sino del humanismo. O para quizás darle un tinte posicional, son valores del “centro” y, mejor aún, son “centrales”.
Y llegamos luego de un intricado recorrido, a lo que en verdad quiero mencionar: el Laicismo francés. A diferencia de los caminos tomados por ejemplo en Italia, Estados Unidos y luego Argentina, la división Estado/Religión en Francia, fue tajante. El Estado estaba para gobernar con la razón, con la ley, de la mano del Racionalismo y del iluminismo. El Dios del Estado era la Ley. Actualmente el Laicismo es una cuestión de Estado, lo cual no implica una “ciudadanía laica”, nada más lejano. Quizás ninguna otra potencia mundial vive con la libertad y el crisol de culturas y de extremos tocándose diariamente.
Pero el Presidente, el Primer Ministro y el ambiente político en general no hablan de religión. Se produce como una melodía atónica, similar a un malestar auditivo, cuando un político habla de religión. La Revolución Francesa fue demasiado fuerte como para volver a batallas ya ganadas. A temas superados. El Laicismo, fue una victoria de la ciudadanía y no lo olvidan, luego de generaciones. Suena extraño, más aún habiendo escuchado a tantos dirigentes mundiales encomendándose a Dios, jurando por los evangelios, con la mano sobre la biblia. A veces, lo razonable suena extraño.
Hago el paréntesis correspondiente, me animo a recurrir a la ficción y recordar una leyenda anónima -de la más anónima aun- galesa sobre los espejos. Interesante artefactos los espejos. Al menos en un mundo donde la verdad está a oscuras, difícil de encontrar, escondida. Aparecen ahí, frente a nosotros, los espejos. Ni bien uno se despierta, un cachetazo de verdad en la cara. Para mostrarnos lo que no nos gusta ver: la verdad. La cara limpia. La mirada profunda de ese yo, que esperaba ser distinto, que pensaba ser distinto, pero que es lo que el espejo dice que es. No hay vuelta atrás, su retrato es inapelable. La belleza espontánea, el abismo de no sentir sino de ver. Nadie te conoce mejor que el tipo que te muestra el espejo. Él sabe lo que has hecho y entre los dos construyen uno.
La leyenda cuenta que todos los espejos se rompen en igual manera, formando puzzles, rompecabezas. Ínfimas partes complejas, todas con la misma magia del todo, de reflejar, de mostrar. Todos los espejos al romperse, producían la misma cantidad de piezas iguales. El espejo del baño que rompí ayer tiene igual cantidad de “piezas”, ínfimas, cortantes, y a veces hasta mortales, que el espejo que Luis XV utilizó para afeitarse la última mañana antes de morir, el 10 de mayo de 1774. Si algún galo pudiera lograr rearmar este rompecabezas de vidriados reflejos, vería su alma y conseguiría la inmortalidad.
Y agrego yo, ¿será que por esto se ha creado la contra-leyenda de que quien rompe espejos tendrá siente años de mala suerte? La posibilidad de inmortalidad ha quedado truncada, o flanqueada por la maldición de los siete años. ¿No convendría arriesgarse, sacrificar siete años, a una posible inmortalidad? Parece que el corto plazo es el que gana hasta en las leyendas.
Cierro el paréntesis y vuelvo, de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo a formar el rompecabezas que este texto intenta explicar.
Laicismo, según la Real Academia de Wikipedia, “es la corriente de pensamiento, ideología, movimiento político, legislación o política de gobierno que defiende, favorece o impone la existencia de una sociedad organizada confesionalmente, es decir, de forma independiente, o en su caso ajena a las confesiones religiosas”. Es decir, “una sociedad organizada” (Estado) y no “una sociedad” laica.
“Estado laico se denomina al Estado, y por extensión a una nación o país, independiente de cualquier organización o confesión religiosa y en el cual las autoridades políticas no se adhieren públicamente a ninguna religión determinada ni las creencias religiosas influyen sobre la política nacional.
En un sentido estricto la condición de Estado laico supone la nula injerencia de cualquier organización o confesión religiosa en el gobierno del mismo, ya sea en el poder ejecutivo, en el poder legislativo o en el aparato judicial. En un sentido laxo un Estado laico es aquel que es neutral en materia de religión por lo que no ejerce apoyo ni oposición explícita o implícita a ninguna organización o confesión religiosa.
Un Estado laico trata a todos los ciudadanos por igual, tanto a los creyentes de cualquier religión como a los no creyentes. En tal sentido evita la discriminación por cuestiones religiosas pero tampoco favorece a alguna confesión determinada”.
No podemos decir que el “laicismo” pueda asimilarse al “ateísmo de Estado”, el cual consiste en la promoción estatal del ateísmo, habitualmente a través de la supresión de la libertad de expresión y de culto; y que el aforismo marxista que dicta que la religión es el «opio del pueblo” y que da origen al la fundación de la Unión Soviética como primer Estado ateo, aparezca cuanto menos insensato, como todo extremo. No es eso de lo que se trata, simplemente, aunque difícil, un Estado Laico; porque no está dentro de la funciones implícitas de una organización de Gobierno.
Las últimas elecciones cantonales en Francia, dan un pantallazo y una geografía al pensamiento de Francia actualmente. Aquí, los resultados de las elecciones son cuanto menos seguros, fiables. No solo para quienes son electos sino para quienes osamos de analizar el resultado.
Los resultados son los siguientes: ganó el Partido Socialista francés que obtiene un 25,6 por 100 de los votos. A continuación el partido del presidente que alcanza el 16,4 por 100. Y en tercer lugar el partido en Frente Nacional de Marie Le Pen que alcanza un 14,7 por 100. Y los números son desentrañables por suerte. Es decir, la izquierda toma posición dominante y la extrema derecha (Frente Nacional) se instaura definitivamente en el juego político, mejor dicho, se re-instala.
Entonces tenemos que la izquierda es mayoría, pero que el centro-derecha y la extrema-derecha suman más que la izquierda. Pensamientos disidentes, en el podio. ¿Qué es el debate si no esto?
Y por otro lado, geográficamente podemos ver la repartición. El centro y el Sur de Francia son la mayoría y corresponden a la Izquierda, en el centro-norte y alrededores de París corresponden a la centro-derecha de Zarko, y una pequeña franja del norte, más todo el este (límite con Alemania) son los cantones de extrema-derecha.
La fotografía es clara, es variada, y sobretodo sincera.
Se sorprenderán Uds., que yo utilice el término “extrema derecha”. Me sorprendo incluso yo. Término abolido en Argentina y quizás en toda Latinoamérica. Pero no aquí, señoras y señores. Hay extrema derecha, nada menos que en Francia, la madre del liberalismo y de la intelectualidad. Y no solo que está vigente, sino que se instala en el debate político o, mejor dicho, se reinstala.
No digo que no haya intelectuales de derecha, de hecho los hay y muchos, lo que digo es que hay en Francia un partido que se autodenomina de “extrema-derecha”, que es conocido por sus votantes con el mismo nombre y por cierto que se convierte en la tercera fuerza política del momento. Y nuevamente me siento extraño.
Vuelvo a la pregunta inicial, ¿podemos seguir nombrando fenómenos distintos en momentos distintos con protagonistas distintos con los mismos nombres? ¿Es acertado hacerlo? Entiendo que hay nuevos movimientos, que se adecuan a nuevas necesidades y que requieren de terminología especifica, para no caer en confusión.
Esperando armar, alguna vez, el hermoso rompecabezas de los “mil distintos tonos de verde”, para poder mirarnos, conocernos de una buena vez y entre estos 7 eternos años de mala suerte, aprovecho para decir: yo no rompí el espejo■