La Teología de la Liberación fue una corriente de pensamiento y acción que, a partir de su reformulación de la manera tradicional de entender la fe y la práctica teológica, acompañó los proyectos revolucionarios de los ´60s y ´70s, e inspiró nuevas formas de conceptualizar la realidad latinoamericana, tal como cristalizó en la Filosofía de la Liberación. Resulta entonces fundamental evaluar los aportes que su experiencia puede realizar para transitar los caminos de la descolonialidad.
Es necesario establecer, como advertencia preliminar, que la Teología de la Liberación (por tratarse de una reflexión que parte de una fe religiosa) no es más o menos válida como fuente para el pensamiento descolonial que un saber pretendidamente secular y científico. Las dicotomías religión-ciencia, fe-razón, etc., no constituyen verdades absolutas, sino oposiciones a partir de las cuales la modernidad europea se ha construido y legitimado a sí misma, presentándose como la emancipación racional del ser humano de todas las servidumbres míticas que lo oprimían. Sin embargo, como insistimos desde esta columna, la retórica racionalista, desinteresada, emancipadora y cientificista de la modernidad, esconde una lógica irracionalista, interesada e imperialista que difícilmente la opone tajantemente a cualquier profesión de fe. En consecuencia, el proyecto de la descolonialidad, antes que la pretendida “cientificidad” de las diversas corrientes de pensamiento, se preocupa por evaluar su contenido ético (es decir, las prácticas socio-políticas que legitiman o critican), sin adscribir a las dicotomías eurocéntricas.
Hecha esta aclaración, comenzaremos señalando que las dos decisiones fundacionales de la Teología de la Liberación constituyen un antecedente directo para el pensamiento descolonial: 1) el rechazo de las teorías desarrollistas exportadas desde los países centrales, adoptando los análisis de la dependencia como clave de interpretación de la realidad latinoamericana; y 2) la opción preferencial por el pobre. La primera coloca en primer plano los vínculos estructurales de dominación y dependencia, manifestando que el subdesarrollo de unos países resulta necesario para el desarrollo de otros; niega así el discurso imperialista, según el cual los países “desarrollados” constituían modelos a imitar por los “subdesarrollados”, quienes debían su subdesarrollo a incapacidades propias. La segunda decisión implica toda una reformulación del aparato conceptual teológico y se halla directamente vinculada con la anterior, dado que el hecho de constatar que la injusticia social y la miseria de los países subdesarrollados se debía a una situación estructural del sistema capitalista llevó a interpretar la pobreza como resultado de un “pecado social”, y al mismo tiempo como un grito sordo en pos de la “salvación” (liberación de las condiciones de vida inhumanas).
A partir de este diagnóstico, se denunció como cómplice toda práctica pastoral que pretendiese enfrentar la pobreza recurriendo al asistencialismo y la limosna, o que la justificase como un producto de la voluntad de Dios, un sufrimiento a ser recompensado en el más allá. Se alentaron en cambio las transformaciones estructurales del sistema injusto. Al interpretar éste como “violencia institucionalizada”, muchos de los teólogos de la liberación auspiciaron la violencia popular como camino válido para alcanzar la justicia social.
Considero que, a pesar de lo revolucionario de estos planteos, la Teología de la Liberación resulta limitada en su proyección ética, dado que cuando se refiere al “pobre” como sujeto que debe recuperar su humanidad arrebatada, lo hace en términos marxistas, pensando en la clase social proletaria. La ética descolonial, por su parte, habla de una opción preferencial por el “condenado” (damné), englobando bajo ese término no meramente al proletariado, sino también al negro, al indígena y a la mujer, igualmente deshumanizados en un mundo no sólo capitalista, sino también racista y patriarcalista.
En cuanto a su concepción del devenir histórico, los teólogos de la liberación se rebelaron contra el dualismo canónico de la Iglesia católica, según el cual existen dos historias casi sin puntos de contacto, a saber, la historia sagrada de la salvación y la historia profana. Por el contrario, postularon que la acción de Dios en la historia, desde el Éxodo en adelante, es siempre liberadora; en consecuencia, hay una única historia, con avances y retrocesos: la historia de la salvación/liberación, como dones siempre ofrecidos por Dios, cuyo acogimiento depende de la voluntad y del amor del ser humano. En este sentido, el Reino de Dios no llegará desde un lugar extra-mundano, sino que será construido (o no) por la praxis política concreta de los hombres y mujeres de este mundo. Sostengo que concebir la liberación como una posibilidad siempre latente y factible de ser construida, aún en los tiempos de mayor sometimiento, constituye una hipótesis de trabajo básica para cualquier proyecto que procure mejorar la vida del hombre en la tierra, incluyendo al descolonial. Sin embargo, creo que el Reino de Dios recién mencionado corre el riesgo de convertirse en un infierno si se asume como un proyecto unívoco, en el que todos estarían de acuerdo, sin escuchar las voces y aspiraciones de esos “otros” deshumanizados, no proletarios ni cristianos.
La Teología de la Liberación sostuvo la necesidad de romper la identificación entre Occidente y la cristiandad, criticando la práctica tradicional de encuadrar el mensaje evangélico en los moldes de la herencia cultural occidental greco-latina. De esta manera, produjo una apertura para la adaptación creativa del evangelio a las diversas culturas en que se predicara, resaltando que la historia local, nacional o regional constituyen los lugares de la salvación para cada pueblo, renunciando así a los universalismos abstractos. Esta posición se evidencia particularmente en el modelo de hombre al que aspiran los teólogos de la liberación. Ya no se trata del sabio al estilo griego, que reniega de su cuerpo para poder contemplar adecuadamente las realidades metafísicas, ocultas a los ojos del hombre común. El verdadero cristiano no se define por el “amor a la sabiduría”, sino por el amor a Dios a través del amor al prójimo; un amor al prójimo situado, en el que el cuerpo, la localización geográfica y la cultura constituyen las coordenadas básicas a partir de las cuales el uno se abre al otro. Un amor en el que ambos se reconocen como seres humanos, es decir, como hijos iguales de un mismo padre. Un amor, finalmente, que no es mera concordia y armonía, sino sobre todo solidaridad, protesta y militancia conjunta en pos de una liberación que expone a los hermanos en Cristo al riesgo de la propia muerte.
La apertura a la situación corporal y cultural-local del hombre, rehusando tanto el pretendido universalismo de los valores greco-latinos como la identificación Occidente-cristiandad (que tantos exterminios justificó y continúa justificando), constituyen movimientos auténticamente descoloniales. A pesar de esto, la consideración de Cristo como “el hombre perfecto” por parte de los teólogos de la liberación, reintroduce nuevamente la idea de que existe un modelo único y universal, a ser imitado por todos los pueblos del mundo, sin importar sus particularidades. Esto reduce notablemente las potencialidades de un diálogo intercultural entre la cristiandad y sus otros, pues parece que el teólogo de la liberación adapta su mensaje para cada cultura, pero nunca es susceptible de verse modificado en estos encuentros. Se comporta siempre como maestro, y nunca como alumno del otro.
Para no concluir, sino dejar abierto este diálogo crítico entre Teología de la Liberación y descolonialidad, vale preguntarse sobre el complejo tema de la violencia, específicamente los casos del matar al otro o el morir uno en la lucha por la liberación, mencionados fugazmente en estas líneas. Ambas muertes pueden ser pensadas como sacrificios para dar nacimiento a una sociedad nueva. Ahora bien, ¿es verdaderamente nueva una sociedad que se funda en el sacrificio “necesario” de uno (por ejemplo, Jesús) o de otros (los enemigos de Cristo), cuando la colonialidad capitalista y patriarcalista, que estructura el mundo actual, consiste en sentenciar el necesario sacrificio, o la dispensabilidad, de determinados sujetos deshumanizados (los racializados, los trabajadores, las mujeres)?■