Es sólo una historia real de la que doy fe… Fue la vida de un niño indígena del impenetrable chaqueño… Fue la muerte de un niño inocente que no nació futbolista… Que no nació famoso… Que no nació rico… Fue la muerte de un “indiecito” por la que nadie pagó…
Hoy los recuerdos me llevan a dos situaciones vividas. Hace mucho tiempo una; muy reciente la otra.
El martes pasado, como casi todos los martes o jueves del año, fui al servicio de hemoterapia del Htal. Garrahan a donar plaquetas, llegué temprano, completé la rutina previa. Debía esperar varios minutos así que decidí ir a desayunar, aprovecharía para leer (estas vacaciones vengo algo remolón con la lectura…).
En un solitario pasillo me cruzo con una mujer de condición muy humilde, tiene algo más de 30 años, empuja un humilde cochecito en el que lleva un “humilde” bebé. Instintivamente lo miro tratando de descubrir que patología tiene. En mi detectivesco hábito de ejercitar el “ojo clínico”, no lo reconozco enfermo. Levanto la vista y la veo llorar, llora en silencio, llora sin histeria, sin dramatización. Llora para adentro, llora para ella y quizá para su bebé. Siento el impulso de preguntarle si la puedo ayudar, si precisa algo. Lo descarto, no creo prudente vulnerar ese momento de profundo, de silencioso, de solitario dolor. Quizá esté reprochando a su dios lo que le toca vivir… Quizá se esté reprochando no creer en un dios… Pero estoy convencido de que su pensamiento no tiene mucho que ver con lo terrenal, no tengo cabida en él.
¿A qué hora habrá tomado el colectivo que la trajo al hospital? ¿Qué tan lejos vivirá? Probablemente tuvo que recurrir a una vecina para juntar las monedas (los más humildes son también los mas solidarios). ¿Por qué está sola? ¿Por qué nadie comparte el dolor con ella?
Recuerdo la segunda carta para Juana cuando le hablaba del “dinero de la dignidad” y pienso que ese dolor, que sólo puede comprender un padre, tiene que ser más dolor aún en la pobreza. ¡El dolor es uno! Pero indudablemente con condimentos como la indigencia, la marginalidad, la indiferencia, el desprecio de la sociedad… El dolor se realza como se realza el sabor (permítanme la quizá no feliz comparación) de un trozo de carne cuando lo sazonamos y le damos una adecuada cocción.
Y pienso en cómo se precisa un piso de igualdad más elevado, un piso más digno. Es tan difícil que las clases dirigentes lo comprendan. Siento asco por los políticos. Creo que por todos ellos.
Me viene a la mente un tema de Ignacio Copani:
“Cómo puede ser que su conciencia esté tranquila. Cómo duermen bien siendo tamaña porquería.”
Llego al bar, me siento y descarto la lectura. No estoy de ánimo. Esa cara, ese dolor me pegaron fuerte. Tengo ganas de pensar en silencio. Empiezo a hilvanar dos historias paralelas. Una vivida por mí en uno de los viajes que hice al Impenetrable chaqueño; la otra relatada en una película yanqui basada, según dicen, en una historia real. Las historias son muy similares aunque los “ingredientes” y los finales muy distintos.
El Sauzalito, corazón del Impenetrable chaqueño, en la sala de guardia del “hospitalito” los médicos pelean como pueden, (los recursos son escasos), con una crisis asmática en un pequeño niño, el cuadro es severo y la noche se acerca como empujada por un frente de tormenta, deciden trasladarlo a la localidad de Castelli, 250 Km. de tierra. Afuera comienza a llover, como suele llover en el Chaco, los caminos se volverán intransitables en poco tiempo. Hay que apurar la partida.
Un pueblo perdido en EE.UU. En la sala de guardia del hospital, que cuenta con muchos medios, aunque no los necesarios, los médicos deciden trasladar a una niña con una patología que no recuerdo, pero que reviste igual gravedad que la del niño chaqueño.
El hospital del Sauzalito sólo cuenta con una improvisada ambulancia, una camioneta F-150 modelo 1993 que fue doble tracción en alguna época, ya el diferencial delantero esta vacío y la caja reductora rota. Las gomas no son las adecuadas y la caja, que no es la de una ambulancia sino la de un vehículo para transportar “cosas”, está rajada, ruidosa, atada con alambres filtra agua y polvo por todos lados. Los choferes, simplemente hombres, pero hombres de verdad, con todo lo que hay que tener y más. Se animan a todo, pero son hombres, simplemente hombres. Tratan de salir lo antes posible. Sigue lloviendo y temen no poder pasar, sobre todo en los sectores donde crece el Tala, la tierra es muy arcillosa, el piso se vuelve extremadamente resbaladizo, el camino está abovedado y la banquina se convierte en una trampa mortal. Cargan poco: dos tubos de oxígeno, algún suero, pocos medicamentos. No hay más.
En el pueblo de los EE.UU. el traslado se hará en una avioneta, si mal no recuerdo, el piloto es un alcohólico “recuperado”. En minutos lo alistan, oxígeno. aparatos de monitoreo, botiquín muy bien provisto, los padres, un médico!!!…
Ambos parten. Ambos tendrán problemas.
La vieja y maltrecha Ford encara con dificultad desde el comienzo el camino que ya es barro. El chofer con mucha pericia y más “cojones” hace lo que puede, que es mucho, pero no suficiente. Llega a cubrir la mitad del camino, distancia que le jugará en contra cuando el lodazal le pase la factura a tanto desafío, a tanto “irrespetuoso” arrojo, dejándolo empantanado al borde del camino. Le juega en contra, decía, ya que la distancia cubierta lo deja fuera del alcance de la vieja radio VHF que lleva la ambulancia. Están librados a su suerte. Nadie pasará en muchas horas, quizá días. Y nadie se podrá enterar cuál fue la suerte corrida, no hay medios para saberlo. Mucho menos para ir a buscarlos. Son las reglas del juego, ellos las conocen, las han desafiado y vencido muchas veces. Esta vez les tocó perder.
El avión despega, el tiempo es bueno pero hay amenaza de tormenta. En el camino un desperfecto técnico provoca un aterrizaje forzoso y el avión termina destrozado sobre una montaña nevada. No hay heridos graves, sólo destrozos. La radio tampoco tiene alcance. Están perdidos, pero no librados a su suerte. Ambas puntas del camino están comunicadas; hay medios para salir a buscarlos cuando el retraso sea sospechoso. Sólo hay que resistir. La niña se agrava. Los minutos son decisivos. Pero hay esperanzas.
En la vieja Ford el niño empeora, no responde a los broncodilatadores que se acaban y como el aire que llega a los pulmones es escaso, sólo lo aferra a la vida el oxígeno que los tubos le “inyectan”. Pero los tubos tienen una capacidad limitada y la tormenta no sabe de limitaciones. Afuera avanzó la noche pero la lluvia no cede. El experimentado chofer sabe que las cartas están jugadas. Que no podrán salir. La noche, la lluvia y 150 Km. de barro los separan del final pensado.
En la avioneta las cosas no andan nada bien por cierto, a la radio fuera de alcance y el agravamiento de la niña se suma una tormenta de nieve que sepulta por momentos la aeronave. El esfuerzo de los ocupantes se limita a mantenerla visible y marcar el terreno con señales para que el auxilio que saben ya habrá salido, los identifique con rapidez.
En el perdido y anegado camino del Chaco la noche ya se hizo fuerte, la lluvia continúa con su habitual rudeza. Los hombres están entregados. Son fuertes, son duros, saben de adversidades y como enfrentarlas. Les ha tocado vivir situaciones similares en otras ocasiones y han recibido a la muerte con calma aun cuando ha venido, sin suerte, por ellos. Pero la situación del niño los ahoga, los angustia. La impotencia los paraliza. El chofer piensa: “Qué fácil sería evacuar al pequeño con un helicóptero. Y en la gobernación lo usan para llegar mas rápido y ‘sin polvo’ a los actos oficiales”. Putea, maldice, llora para adentro con el mismo profundo sentimiento que mi “amiga” del Garrahan.
El final es uno, para que prolongar el relato. Las horas pasan, los medicamentos se agotan, el oxígeno también.
El niño muere. Es la vida real■