Los domingos íbamos al cine Gloria, a matiné. Las películas eran aptas para todo público, claro. Pero una tarde, cuando como siempre, luego del intervalo, pasaron avances de la película del jueves, vi escenas terribles para mis escasos seis añitos, y para cualquiera que piense.
Aparecían chicos hambrientos, disputándose un pedazo de pan que alguien había escondido en un hueco, en la tierra; y sobreimpresa, vi la palabra guerra en grandes caracteres. En otra secuencia, una mujer sujeta por el cuello con una argolla metálica y una cadena, se hallaba frente a una hoguera, y mientras las llamas comenzaban a quemarla, un muchachito muy flaco, que imaginé su hijo, retrocedía temblando de horror.
Después de ver eso, no tuve paz. Pensaba que del techo de mi casa podría bajar una cadena que me sujetaría por el cuello. Como era muy tímida, no comentaba nada al respecto. No sé cuánto tiempo pasé vigilando cada ruidito procedente del cielorraso, mirando disimuladamente para arriba; y si era de noche, en la cama, peor era mi tormento, por cuanto estaba oscuro y no veía. Tal vez todo duró unos pocos días, pero para mí fue una eternidad, ya no podía más.
Una mañana en que la mami lustraba los muebles de la pieza, afanosa y concentrada, después de mucho dudar, me decidí. Me le acerqué despacito, tomé fuerzas, y le dije: – Tengo miedo –, y empecé a llorar. Se asustó, soltó la franela, me abrazó, y me preguntó preocupada – ¿Pero, de qué? –. Por supuesto, contesté que de la guerra. Y allí vino la frase que me quitó todos los miedos: – ¡Pero zoncita!, ¡acá no puede venir la guerra, porque está Perón, y él nos cuida! ■
De aquella niña vengo.
Mi primer relato publicado en la revista Morimbia, de Buenos Aires, dirigida por Silvia Schmid, fue Él nos cuida. Estados Unidos acababa de invadir Irak, y se eligieron todos temas que tenían que ver con la guerra.
Cuando acudí feliz a retirar los treinta ejemplares que me correspondían, y ansiosa por conocer a Silvia, hoy gran amiga, pero con quien por entonces sólo habíamos tenido contacto virtual, y telefónico, aprendí algo fundamental: cada texto tiene tantas interpretaciones como lectores.
Sucedió para gran sorpresa mía, que Silvia me felicitó por la gran “ironía” del final. Agrandando mucho mis ojos le dije que no, no era ninguna ironía. Yo fui criada en una familia peronista, los retratos de Perón y Evita en la pared del comedor acompañaban nuestras reuniones familiares, y realmente sentí que mientras tuviéramos a Perón nada podría pasarnos. Por eso lloré tanto abrazada a mi madre el día de la revolución del septiembre del ‘55. Después, a lo largo de la vida, fui creciendo, aprendiendo, y voy formando mi modo de ver las cosas. Pero resultó salvador para mí, en aquel momento, que en mi casa el peronismo fuera como una religión, que se aceptaba sin peros. Y por siempre, a pesar de los errores que ahora les encuentro, algo dentro de mí sigue tendiendo a recuperar a Perón y Evita, como único modo de vivir sin miedo, sintiéndome “cuidada”.