Estoy convencida de que hay algo de la memoria de nuestra propia adolescencia que debemos reactivar continuamente, en un esfuerzo de sinceridad y también de inventiva, cuando nos comprometemos a pensar la secundaria actual: qué contradicciones, qué molestias, qué tensiones, qué descubrimientos, qué desafíos nos permearon en ese “yo imaginario” que cada vez vuelve distinto, pero que sin embargo continúa constituyendo nuestro ser-docentes-hoy. Cuando comenzamos la Didáctica Especial en Filosofía (UBA) nos marcaron un detalle que dudo que muchos hubiéramos pensado hasta entonces: somos ya los docentes y la forma de enseñar que tuvimos, somos aquello que disfrutamos y que padecimos, y podríamos agregar –no sin afirmar un talante optimista– que somos lo que hacemos también para cambiar eso. Es allí donde se inserta, creo yo, una posible respuesta y la evidenciación de un problema.

Por un lado, está claro que el disciplinamiento de nuestros cuerpos, espacio-temporalmente hablando, nos acomoda fácilmente en una tendencia reproductivista (es así: se escucha, se apunta, se hacen preguntas que se ciñen al texto, se estudia puristamente éste o aquél núcleo argumentativo, se reproduce primero, de manera escrita, luego, de manera oral… Nada de riesgos –también llamados abusos filosóficos–: pensar a partir de –y no sobre– los autores no funciona cuando “no leí toda su obra, o los libros suficientes como para hablar”) y asintomática (si algo “no te gusta” de esto, debés cambiarte de carrera, no es lo tuyo –en este caso– la Filosofía). Tendemos a ejercitar una doble violencia de asociación: por un lado, este modo particular de la academia de hacer Filosofía con la Filosofía en sí misma (ocultando, por lo tanto, la obviedad de que se trata de un modo de hacer más que de una condición esencial a la misma); por el otro, esta aceptación que nosotros tuvimos de este régimen con la aceptación que se supone que –en este caso– los adolescentes deben tener. En Filosofía resulta sumamente dificultoso cuestionar los supuestos sobre los cuales se erige nuestra carrera (queda evidenciado en preguntas tan simples como la de “¿somos filósofos?”), y vamos sin más, muchas veces, con la imagen social del intelectual a chocar de lleno en las aulas secundarias.

Esto nos llama a preguntarnos ¿qué de especial, entonces, qué de crítica puede tener una actividad que se supone crítica y a su vez (en muchos casos) es incapaz de cuestionar sus propias prácticas? En este sentido, no veo nada especial en la Filosofía que no esté también en germen en la Antropología, Psicología, Sociología, Geografía o Historia, es decir, aun creyendo que existen diferencias, diríamos que la misma puede bien opacarse o hasta disolverse, si los criterios con que se piensa una clase reproducen la chatura netamente expositiva de manual.

Entonces, ¿hay algo propio que la Filosofía aporte a la vitalidad crítica? Si bien ésta puede ser desarrollada por muchas otras disciplinas (creo, todo es complementario), el valor de la Filosofía radica en la posibilidad práctica de elegir nuevos modos de abordar la vida cotidiana y los textos. No se trata de una información: es más bien el aprender a hacer manifiesto un proceso, a huir de las enmiendas de la inmediatez para adentrarse en la contradicción y en los límites viscosos de la razón. Y más interesante aún (y en esto nos parece distinta a la Psicología, al menos en varias de sus pretensiones): la Filosofía no se pretende una ciencia, por lo tanto, puede ser vía de análisis de los criterios de verdad, e incluso de cuestionamiento de los mismos, pero nunca de legitimación última. Si deseamos revitalizar el valor de la pregunta, aún en su incomodidad, aún en su irresolución, podemos indicar que la particularidad de la Filosofía radica en un intento constantemente arriesgado, y por lo tanto en una plasticidad conceptual (como indicarían Deleuze-Guattari) que lo habilita. Y en esta apuesta por renovar la vitalidad de la actividad de cuestionar, la Filosofía como desafío práctico es necesaria no sólo en la escuela secundaria, sino también sería deseable en la propia carrera universitaria de Filosofía.

En los inicios de años que me tocaron hasta ahora, me ha interesado indagar siempre con qué idea vienen los estudiantes acerca de la Filosofía antes de ingresar a la primera clase. No es de extrañar que algún padre/madre/tía/abuelo/hermana les haya ya habilitado la asociación de la misma con términos como “embole”, “sueño”, “mucho para leer”, “un quilombo”, “pesado”. Incluso recuerdo el representante legal de una institución donde trabajo indicándome que por mi modo de accionar “yo no parecía una profesora de Filosofía de las que tenían rodete”. Si bien está claro que ciertos formalismos hace tiempo que no están vigentes, resulta curioso que siempre el/la filósofx se asocie con un personaje cuyo discurso social está “por fuera” de lo legitimado: ya sea “el drogón” (más de una vez he llegado a clase y he encontrado una chala dibujada con una dedicatoria), “el loco”, “el hippie”, “el bohemio” o bien, hacia arriba, “el que sabe/leyó demasiado”. Estas concepciones que están constantemente en el imaginario colectivo predisponen a los estudiantes antes de saber de qué puede tratarse la Filosofía. Por lo tanto, la estrategia macrista pareciera de este modo ampliar y superar la que se viene puliendo ya hace tiempo: de dos horas de Filosofía en el último año (y teniendo en cuenta un diseño curricular, del cual si debemos tener en cuenta la idea de respetar su exagerada cantidad de temas en relación a la profundidad e interpelación que espera producir en dos horas semanales en los estudiantes, sólo podemos decir que es una enorme incongruencia, cuando no un disparate) pasamos a dejarla a opción frente a una sociedad que ya se encuentra predispuesta, en general, negativamente a recibirla. Resulta (aunque esto nos haga pensar en un panorama inabordable para este breve texto) sintomático que también en Chile este mismo año, y en España, hace cinco años, hayan sucedido problemas similares.

Nos queda plantear algo que también nos incumbe, aunque siempre se deja de lado en estos planteos: ¿qué sucede con la situación de “reacomodamiento” de horas en los colegios? Una vez más, no sólo en la aplicación de aquello para lo cual nos formamos sino también en la realidad económica los docentes nos veremos comprometidos y perjudicados. Pero esto, como siempre, desde el prejuicio social de quien no habita las aulas es un reclamo insuficiente e injusto (lo cual también excede lo que problematizamos aquí, sólo esbozándolo)

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