El origen de la angustia es la ausencia de palabra. Nombrar es el primer paso para ahuyentarla, pero a veces las que tenemos no alcanzan, por eso hay que inventar. En ocasiones, tampoco eso sirve.

 La ferra en el pecho se agarra, aunque llante. Lagrimo milpesares escalofriando mis ahogos, en tanto mi desconcierto de aquejas rotura todos los silencios.

Una planura llacentera de paz fugaz prolodia siempre el mismo snif. Insomnio que estoy despierto. Sopor no alcanza para cerrojos ni dormiscanso. La carga no aliviana y se entorna cada vez más pesadilla.

Pendiente de un hilo desestalibrado,

pendiente de todo rededor,

dependiente, insoportante y anabstinente,

adicsioso, desperado y yúguico,

zurcistible, remendicto y ojaleado,

              bajometido en su misión,

              en sumisión,

              un vil débil,

              ruin ruina arruinada de nada.

Pérdido, amareado,

batido a mares,

traviado en el descarril,

pectante en el inrumbo.

Nerviosidades, paniquitos y temoríficos sensamientos,

por un lado;

Despatías, insulsiones y harteros gastíos,

por otro.

Mal habidos malabares con las palabras para

bujar, tender, frutar y vertirme con algo.

Magra catarte poética no sublima dolor

ni color

ni deleita.

Y la paso buscontrando más palabras

para labrar,

para hacer surcos con la lengua,

azada fértil de saletras y ni tratos

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