Aprendiste el abecedario jugando al ahorcado, la trasposición lúdica de la afasia. El mutismo de aquel que se queda sin aire y sin vibración posible y no puede enunciar libremente lo que desea. Tus compañeros te tiraban las letras que el muñequito no podía articular y a medida que salían desaciertos, acercaban al muñeco a su inminente aniquilación. Después aprendiste las reglas del Tutti Fruti, el juego autogestivo, fácil de improvisar y útil para desarrollar el pensamiento analítico, la idea de categorías generales y el concepto de hipónimos e hiperónimos. Te adaptaste a la falta de papel y te aggiornaste con el repechaje. Y siempre, desde la temprana infancia, conociste ese glorioso juego que sirve para matar el aburrimiento en cualquier lugar donde te encuentres. Ese que no requiere materiales sino una simple contemplación del entorno donde se selecciona un elemento a adivinar por el interlocutor, que pregunta de qué color es esa cosa que el otro ve: “Veo veo”; “¿qué ves?”; “Una cosa”. El que ve es el reticente que aplaza la respuesta hasta que el ansioso adivina. E incluso ignora la pregunta y responde con cualquier categoría (“¿Qué cosa?”; “Maravillosa”), hasta que llega el indicio (“¿de qué color?”).
Cuenta Martin Jay en un hermoso libro titulado Cantos de experiencia que el filósofo alemán Walter Benjamin intentó explicar la noción de experiencia a partir del color, porque cuando el niño comienza a identificar los colores, tienen la aptitud de verlos como previos a las formas. Los niños tienen experiencia del color. El momento en el que comenzamos a nombrar las cosas, acaso sea uno de los más importantes de nuestra vida. El lenguaje es un bien simbólico, un espacio de disputa y una herramienta que debe ser trabajada. El juego es, desde la temprana infancia, un recurso para ello. Involucra la instrucción como punto de partida de la actividad lúdica. Siempre hay una regla y esa regla impone su enunciación, implícita o explícitamente. Desde Andén, quisimos situarnos en ese intersticio del lenguaje en donde se encuentra la restricción, el límite que impone la norma y, a la vez, la libertad que esa norma ofrece. Allí donde se ubica la posibilidad de vida comunitaria y al mismo tiempo el tabú. Alguna vez, un profesor te dijo que escribas con tus propias palabras. ¿Qué quiere decir eso? ¿Son acaso propias? ¿Como podrían ser un instrumento de comunicación si sólo estuviesen sedimentadas por la inventiva personal? Usar las propias palabras es intervenir el lenguaje como arena social desde la apropiación individual que da sentida la experiencia, única como las voces que componen este volumen.
No quisimos hacer un número anclado en una forma unívoca de pensar la voz y la palabra ni tampoco desde la lingüística como la ciencia primordial del lenguaje. Toda la historia de esta disciplina se debate entre perspectivas cognitivas, psicológicas, neurológicas, sociales, culturales, artísticas, políticas, filosófico-analíticas y pragmáticas, entre otras. Los autores que forman parte del canon de los estudios del lenguaje tienen una autoridad que no nos interesa refutar. Nos propusimos, ante bien, ofrecer a nuestra comunidad de lectores un espacio de libertad desde donde metaforizar, a partir del grito, todos los sentidos deseables. Esta idea comenzó a partir de una confluencia de temas que constelaban en torno a la palabra. Las lenguas inventadas como herramienta de verosimilitud ficcional y creación de mundos posibles; la traducción como terreno de disputas de sentido y acercamiento a la experiencia del otro; las nuevas formas de comunicación no verbal; las pequeñas sublevaciones discursivas frente a las políticas lingüísticas como ejercicios de poder y hegemonía; el grito artístico como acto de disidencia y los procesos de cambio en el lenguaje como síntomas sociales, son algunos de los temas que contienen las páginas de este número que es, para nosotros, un grito animal, desafinado y en conflicto con el lógos. Porque en el paroxismo de aquella celebre distinción aristotélica entre los animales que tienen voz y los hombres que tienen la palabra, la historia nos enseña día a día, que ninguna distinción puede resistirse a su propio contexto de surgimiento, y por lo tanto, las simples preguntas ¿quién tiene voz?, ¿quién puede ejercer el privilegio de la palabra?, ¿qué espacios disponemos para el ejercicio de ambas? necesitan ser repreguntadas. Ya no alcanza con aquella distinción, la complejidad de nuestro presente nos exige con urgencia el detenido análisis de las posibilidades y multiplicidades en las que aparecen y se configuran las palabras, los sonidos, los golpes, los espasmos, cada una de las proyecciones del cuerpo que ponen en disputa un sentido. Vociferaciones, intenta ser entonces, un gesto de desconfianza ante la sospecha de que hoy (como siempre) la voz y la palabra no circulan libremente, no están al alcance de todos, y por tanto, hay en ellas la posibilidad latente (como siempre) de una arma de lucha, de un espacio de resistencia, de unos mundos contenidos que pugnan por expresarse■
Adil Jeussawalla
Juan Gelman