Y se murió nomás. Sabíamos que en algún momento iba a pasar, pero ya no le dábamos crédito. Había pasado por todo y sobrevivido a todos; y un día, sin haber dicho «esta boca es mía», se murió. Y resulta que todos lo admirábamos, que todos teníamos una foto suya en el ropero, un libro, una anécdota. Resulta que lo admiraban, incluso, aquellos que no estuvieron, en su vida, ni remotamente cerca de sus ideales; y aquellos para los que lo único bueno de esa isla eran las playas, la prostitución complaciente y el ron.
Él hubiese tenido mucho que decir sobre eso, y sobre cualquier otra cosa, porque construía con palabras, pero no solo con ellas. Y ese fue quizás uno de sus tantos logros. Ahora bien, como suele ocurrir, la muerte mejora; es decir, no mejora el cuerpo porque lo vuelve un cadáver, mejora el recuerdo que tenemos de aquellos que ahora se pudren. Y ese es un favor enorme que le hace la muerte al muerto, aunque no a las historias ni a las sociedades. En ese mejoramiento, en ese retoque que enaltece, se omite la humanidad de quien es objeto del brillo, y se funda un mito. Y aunque las historias y las sociedades se muevan en gran parte alrededor de esas entelequias, cuando se las deja entrar sin más en el panteón, lo que ocurre es que se las inocula y se las vuelve estériles para que no haya ya contradicción alguna ni violencia ni crítica ni reproche posibles a situaciones que podrían haber sido distintas, aunque no lo fueron.
Pensar así abre la discusión al pie del cajón, cuando el cuerpo aún está caliente. Eso ocurrirá, lo queramos o no. Eliseo Subiela, en una mala película, le hace decir a una exiliada cubana: «En Cuba teníamos un paraíso, pero el paraíso se nos fue de las manos». Algo de eso debe haber, para quien vivió toda su vida bajo un régimen que pretendía canalizar las tensiones dentro de un partido único. Algo de eso, también, debe haber en una sociedad que reprimió durante décadas la homosexualidad, el libre tránsito, la libertad de expresión.
Al pie de la noticia, Joaquín Sabina reflexionó que, a pesar de las simpatías que Castro le producía, en la isla, él hubiese sido un preso o un exiliado, como muchos libertarios que hoy se enjuagan las lágrimas con El Manifiesto Comunista. Enaltecer a un régimen, a un líder político o a un líder religioso (¿no son lo mismo?), cuando no es uno mismo quien le pone el cuerpo a la cotidianeidad de ese liderazgo, tiene algo de impostura, de farsa. Esa figura nos es querida porque nos da la posibilidad de colocarnos entre ciertas coordenadas ideológicas que se construyen con aliados y adversarios. Si tal es mi enemigo aquel, entonces, debe ser nuestro aliado. Y está muy bien, siempre y cuando tengamos en cuenta la situación efectiva en la que viven aquellos que son los destinatarios de esas políticas y de los relatos construidos con ellas.
Cada pueblo, cada sociedad se da a sí mismo los gobiernos y los líderes que puede en un momento determinado de su historia. Nadie debería quitarles ese derecho jamás. Respetarlo no implica abandonar el análisis, sopesar los logros, pero tampoco las profundas contradicciones que el intérprete debe buscar, aun a riesgo de equivocarse o, de algún modo, ser infiel a sus afectos.
Fidel Castro se murió y con él se va el último testigo de las convulsiones rabiosas del siglo XX. En su figura confluyen a un tiempo el libertador de un pueblo y un gobernante brutal, amado y temido por sus compatriotas. Un estratega fabuloso, capaz de sobrevivir a las puertas mismas del imperio haciendo pito catalán sin sonrojarse. El más hábil orador de su tiempo. El político que hizo de la educación y de la salud los pilares de su consenso social a nivel mundial. El hombre que le devolvió la dignidad a su pueblo y que lo volvió sujeto insoslayable del ajedrez diplomático internacional. También, un duro entre los duros que le exigió a su pueblo esfuerzos impensados, que exportó presos e instauró un régimen de vigilancia y control que se naturalizó en el tejido social.
Para quienes quieran llorar o festejar, este es su momento. El resto es historia.