Si hay algo de lo cual parece haberse definido la ciencia (del latín scientia, conocimiento), al menos tal y como nos lo sugiere el sentido común, es el mito (del griego mythos, palabra o historia). Desde los albores de la constitución del pensamiento social, autores como Giambattista Vico o Auguste Comte, aun con sus divergencias, han coincidido en generar una interpretación de la historia de la humanidad, donde el escalón más bajo corresponde a una etapa dominada por el pensamiento mítico/religioso y la más elevada a la etapa en que el método científico y la razón sistemática desplazan al mito, a  la religión y a la filosofía en la producción de saberes hegemónicos acerca de lo “real” y lo “verdadero”.

Como objeto de estudio de la filología, la lingüística, la semiótica, la filosofía, el folklore, el análisis del discurso, la historia, la sociología, la psicología y la antropología, los mitos; todos han sido conceptualizados de modo diverso con arreglo a si se acepta para toda la humanidad una misma estructura cognitiva o si hay sociedades cuya manera de pensar es “atrasada”, “prelógica” o “infantil” respecto de las más “avanzadas”, “maduras”, “racionales” o “evolucionadas”. En el siglo XIX, entre los precursores de la antropología y frente al mito como “enfermedad del lenguaje” (H. Spencer), J. Frazer consideraba al mito una forma primitiva de ciencia, mientras que para E. B. Tylor, dado que la mente de “salvajes” y “civilizados” era esencialmente la misma, el mito constituía una filosofía primigenia dotada de lógica y cierto grado de consistencia; para ambos la distancia que separa mito de ciencia se mide en términos de grado y no de orden. Freud asignaba igualmente lógica al mito, pero equiparaba el contenido del pensamiento salvaje allí expresado al de los “neuróticos”, es decir, que pertenecía al orden de lo “patológico” y lo “emotivo”. L. Lévy-Bruhl caracterizó a la mente primitiva de las “sociedades inferiores” de “prelógicas” y al mito como un corolario de esta condición.

Con la consolidación de la antropología social en la primera mitad del siglo XX, B. Malinowski dio una interpretación funcionalista del mito: éste cohesiona a la sociedad al reforzar la moralidad, el sistema de valores y de reglas, y da sentido a los rituales que reproducen ese orden. C.Lévi-Strauss ofrece la más compleja de las definiciones: a partir de lo que expresa en varios de sus escritos, inferimos que se trata de un sistema de operaciones lógicas, homologías y analogías (relaciones simbólicas) que ligan la diversidad de los registros de lo concreto, desde el punto de vista de las cualidades sensibles, y construye a partir de ellos un metacódigo. Vincula los acontecimientos que suceden en un tiempo y espacio “sagrados” con la témporo-espacialidad de la experiencia “profana”, es social y anónimo (no tiene un autor definido y, por lo tanto, puede tener múltiples versiones y no hay una verdadera o falsa), y aunque su significado es por lo general inconsciente, suele ser normativo y reflejar las preocupaciones populares contingentes porque, en tanto lógica de lo concreto, el mito tiende a ajustarse a la infraestructura tecnoeconómica de cada sociedad.

El pensamiento científico no se diferencia, según Lévi-Strauss, del pensamiento mítico en términos de las operaciones mentales implicadas (serían igualmente lógicas), si no en el contenido al que cada uno se aplica, en el caso de la ciencia, la lógica de lo abstracto que la caracteriza es aplicada a la construcción de conocimiento objetivo (se trabaja con “objetos” de estudio) en un sentido indicativo e instrumental, lo que nos recuerda a la propuesta de Marx en las Tesis sobre Feuerbach a la que en general suscriben la mayoría de los científicos sea o no marxista: no se trata tan solo de interpretar la realidad, sino de transformarla. Sea que se trate de entidades lógico matemáticas, del dominio de la “naturaleza” o de la “sociedad”, las ciencias ofrecen “cajas de herramientas útiles” para abordarlas. La metáfora no es trivial y nos recuerda que las ciencias contemporáneas han crecido a la par del capitalismo global, al igual que las variadas industrias que se multiplican por doquier, y que, al fin, la ciencia también tiende a ajustarse a la infraestructura tecno-económica de cada sociedad.

Este repaso tenía como fin introducirnos a pensar algunos cruces relevantes que se han dado y se dan (y se seguirán dando) entre ciencia y mito. Lejos de ser dos dimensiones excluyentes, desde su nacimiento la ciencia occidental moderna y contemporánea ha estado ligada a mitos que aún perviven y que caracterizan a la sociedad, mitos que justifican el lugar de la ciencia en la sociedad y que, en el sentido opuesto, la ciencia provee los recursos e imaginería para la actualización de los mitos actuales.

Afirmaba Lévi-Strauss que lo propio de los mitos es evocar un pasado abolido y aplicarlo sobre el presente a fin de descifrar un sentido en el que ambas caras coincidan. Bajo esta sugerencia podemos encontrar en dos de los mitos fundacionales de Occidente los indicios de una manera de interpretar el curso del presente tecnocientífico que tiene resonancias hasta hoy, y que remite al tiempo sagrado en que la humanidad se constituye como tal. La historia de la rebeldía de Adán y Eva contra Dios, en los primeros capítulos del Génesis hebreo, por ejemplo, nos refiere a como ambos deciden, luego de haber sido creados por Dios y colocados en un órden natural en ausencia de tecnociencia, quebrar el mandato de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, es decir, eligen empezar a decidir por sí mismos qué es correcto y qué no lo es, y como consecuencia de ello se produce la separación de la humanidad respecto de Dios; son expulsados del Edén, y significativamente, los descendientes de su primer hijo, Caín, el primer fratricida, el primer agricultor y el primero en fundar una ciudad, son los primeros en desarrollar la metalurgia y los primeros instrumentos musicales mencionados en la Biblia y el pastoreo nómada. Así, el desarrollo tecnológico es descripto como consecuencia de la separación con lo divino y con el órden natural perfecto previo; así se teje una trama que une a la autonomía humana, el pecado y el avance técnico. Luego, en el mito griego de Prometeo, el titán ayuda a los primeros hombres (en el mito griego eran al principio sólo varones) a engañar a Zeus en el primer sacrificio para dejarle al Olímpico los huesos y quedarse para ellos con la carne, a lo que Zeus responde privándoles del fuego (hasta entonces, un regalo de los dioses). Prometeo roba a los dioses el fuego y se lo da a los humanos, lo que le permitirá a estos no sólo calentar la comida, que no es poco, sino también elaborar herramientas (al fin y al cabo el fuego fue robado de la forja de Hefestos, el dios artífice). En este mito también las condiciones para el desarrollo de la tecnología surgen de la mano de la rivalidad entre el humanos y dioses, y la independencia la humanidad se hace posible al apropiarse de un atributo de lo divino, el fuego.

En tiempos más familiares se hace necesario destacar el género de la ciencia ficción, verdadero híbrido entre arte (narrativa en un principio, luego se poblaron los mundos del cómic, el cine y los videojuegos), especulación y conocimiento científico. Entre quienes la producen no son raros quienes cuentan con formación científica (Isaac Asimov, por mencionar tan solo un ejemplo conocido). La calificamos de híbrido porque al darse rienda suelta a la imaginación sobre los posibles cursos de acción, pasados, presentes o futuros del desarrollo tecnocientífico, se dan cita la divulgación científica (debe ser plausible) la especulación que muchas veces ha anticipado y estimulado desarrollos científicos que se concretaron con el tiempo (viajes al espacio, comunicaciones inalámbricas, la clonación, intervenciones tecnológicas en el cuerpo, el cyborg) y otros que no, al menos no aún (los “automóviles voladores”, el contacto con civilizaciones extraterrestres, etc.), y la reflexión sobre las consecuencias sociales para la humanidad y el ecosistema del “progreso” tecnocientífico.

Y en la ciencia ficción vemos reflejados dos mitos que parecen ser fundacionales del sentido común contemporáneo acerca de la ciencia y la tecnología: el del “progreso” sin fin del propio desarrollo científico y el de la Ciencia (con mayúsculas), como “salvadora” de la humanidad.

Nada nos asegura que no pueda llegar a suceder ningún hecho imprevisible, antropogénico o no, que frene el desarrollo de la investigación científica y de las aplicaciones tecnológicas: en la historia de la especie, que no representa más que una ínfima fracción en la historia de la vida en el planeta, la “civilización neolítica” se corresponde con los últimos momentos de una larga y lenta evolución; guerras, fenómenos ambientales y crisis económicas, por dar algunos ejemplos, han frenado en numerosas ocasiones el “avance” del conocimiento y el desarrollo (la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, el declive del Imperio Romano, el repliegue de la China medieval, las crisis ambientales de la región maya, la invasión española al Perú Incaico), sin contar con las extinciones masivas de especies previas a la aparición de los primates en la Tierra. De hecho, el mismo avance podría ser el disparador de una crisis ambiental insospechada, según lo afirman con una voz cada vez más fuerte diversas organizaciones ambientalistas.

Luego tenemos la idea de que el desarrollo tecnocientífico puede y va a solucionar los problemas que afronta la humanidad, idea que, entre otros promotores, tiene a empresas diligentemente determinadas a ofrecer bienes y servicios que prometen el fin de la vejez y de las enfermedades por medio de diversas terapias e intervenciones corporales, o a organismos internacionales que aseguran que la aplicación de ciertas políticas llevará eventualmente al fin de la pobreza en el mundo. Tristemente, este desarrollo no ha llevado aún a la desaparición de las guerras, las enfermedades o la pobreza, que, si decrecen en unas áreas del mundo, proliferan en otras conforme a la lógica de un desarrollo que en todo caso es desigual.

Siguiendo a Lévi-Strauss, pensar la infraestructura tecnoeconómica de nuestras sociedades, y un poco más allá, de nuestro mundo, nos puede dar la clave de la prevalencia de los mitos que no dejan de impregnar los discursos masivos acerca de la ciencia y la tecnología.

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