A pesar de estar atravesando un nuevo paradigma socioeducativo, el sistema sigue siendo expulsivo con los niños y las niñas, con un doble estigma: la discapacidad.
Si bien el nuevo paradigma educativo del que hablamos ha puesto la inclusión como eje áulico, la realidad indica que a los niños y las niñas con discapacidad se les hace muy difícil el acceso al sistema educativo formal, en lo que se denomina “escuelas comunes”.
El hecho de que estos sistemas no hayan sido pensados ni diseñados para la plena inclusión del alumnado en su vasta diversidad les quita el carácter equitativo que deberían tener.
No solo en términos edilicios, si pensamos en los accesos para las personas con dificultad motora, o en la poca experiencia de primeros auxilios del cuerpo docente, en caso de niñas y niños que presenten determinadas necesidades médicas; sino también desde lo académico relacionado a los tiempos de aprendizajes de cada individualidad, y esto también aplica para las personas sin ninguna discapacidad.
Que el sistema educativo formal no se detenga a respetar los tiempos individuales de los niños, las niñas y adolescentes no es una novedad, es más, me atrevo a decir que el sistema está pensado para una aceleración de saberes que deben ser incorporados en el lapso de tiempo que dura el ciclo lectivo.
Entendiendo al proceso educativo en su habitual concepción, dejaremos de lado la apropiación de saberes y centraremos la discusión en la dimensión social que la institución escolar ejerce sobre cada uno de nosotros como humanos integrantes de una sociedad. Y es en este punto donde nos detendremos para poder analizar la deuda que menciona el título.
La intersubjetividad con los otros
El tener educación o tenerla nos pone frente a una dualidad que deja en segundo plano a las personas con discapacidad. En las escuelas no solo aprendemos a escribir, sumar, leer y otros saberes como herramientas futuras de desarrollo, sino que aprendemos habilidades sociales que nos servirán para desarrollarnos en el mundo, nos dan una entidad en contraposición con la existencia de los otros.
Las habilidades sociales que las niñas y los niños incorporan en el tránsito educativo no solo los definen en su mismidad, sino que las construye en su otredad.
De este modo, las dos dimensiones, la adquisición de saberes y las habilidades sociales, nos llevan a ver el proceso educativo como bidimensional tanto en el desarrollo de las características personales como en las relacionadas con el entorno.
Tomando a Durkheim y su definición de educación:
De todo lo mencionado se desprende que la socialización es un proceso que comienza con la persona. La acción colectiva que se genera dentro del proceso educativo parece tener como fin último generar un individuo deseable para la comunidad.
Entonces el desafió de la inclusión quedaría por demás derrumbado, ya que por su discapacidad muchos de estos niños y niñas no solo no cumplen con las expectativas sociales, sino que, estigmatización mediante, desarrollan sus vidas al margen de la sociedad.
Por tanto, si bien los avances inclusivos has sido pasos necesarios, aún hoy estamos lejos de una equidad que garantice el derecho a la educación.
Es necesario que dentro de las aulas y en los patios de recreos se desarrolle una pedagogía inclusiva. Allí es donde la figura del educador y la educadora queda en el centro de acción. Formar educadores con una pedagogía inclusiva es un desafío necesario para la verdadera equidad.
La figura de maestra integradora queda insuficiente si no articulan en forma real con quien está a cargo del aula y, a su vez, entre ambas figuras no propician la integración e intercambio social del alumno o la alumna.
Enseñar más allá del pizarrón
El ideal indica que la maestra integradora articula con el docente de grado para elaborar los contenidos puntuales que desarrollarán con el alumno o alumna con discapacidad. Hasta ahí podríamos pensar que ese objetivo estaría medianamente cumplido. Sin embargo, este dueto pedagógico no está preparado para articular la dimensión social que conlleva la vinculación escolar. La mayoría de las veces, estos niños y niñas no son integrados en los juegos del patio, les resulta muy difícil llevar adelante una clase de educación física. En el nivel primario quizás las distancias se acorten dada la presencia (que no es permanente) de la maestra integradora , pero en nivel medio la gran mayoría presenta problemas educativos promediando el tercer año, situación que indefectiblemente lleva a las familias a tomar la no amarga decisión de llevar a sus hijos a escuelas “especiales ”.
Por tal motivo, es necesario formar profesionales de la educación con una mirada pedagógica inclusiva.
Una pedagogía con estas características queda en las antípodas en relación a la forma de pensar el sistema educativo. Formar profesores y maestros que crean con firmeza que las capacidades de aprender de los estudiantes puede cambiar y ser cambiada (Hant y Drummond, Pedagogía Inclusiva, 2016). Estableciendo así una interdependencia entre los procesos de aprendizajes y de enseñanzas.
El objetivo de este desarrollo pedagógico es crear maestros y maestras que sean empáticos con sus alumnos con el objetivo de poder mirar con sus ojos. Formar docentes transformadores de las realidades áulicas es una gran deuda pendiente de la formación pedagógica en los magisterios y en los profesorados.
Sin esta dimensión articulada, la educación inclusiva queda detenida en un mero acompañamiento de los niños y las niñas con discapacidades, hasta que el sistema llega a la saturación propia de la falta de estructura pedagógica y expulsa a este grupo de personas, que trató de incluir por algunos años.
El nuevo paradigma en nuestro país: inicio del recorrido
Durante el año 2017 se celebró en nuestro país el primer Simposio de Educación Inclusiva. Su objetivo fue articular la temática nacional con una mirada internacional.
Se puso énfasis en la formación docente como rol fundamental dentro del aula articulando con organizaciones de la sociedad civil involucradas en temas de discapacidad que fueron convocadas como actores sociales con capacidades concretas de transformación.
Estas mismas organizaciones son las que han posibilitado que los datos inclusivos en nuestro país, aunque insuficientes, sean alentadores.
Los últimos datos que se manejan abarcan el período 2003/2017 e indican que más de 90.000 alumnos con discapacidad concurren a escuelas “comunes”. Estos datos nos permiten pensar que la educación inclusiva no es una utopía, pero sí es una gran deuda sin saldar por nuestros días.
El camino está iniciado, más no concluido. Los progresos son significativos, pero es necesaria la creación de políticas públicas antidiscriminatorias concretas, con su correspondiente presupuesto.
Es imprescindible que los espacios formales puedan articular en sí: la escuela común y la especial y dentro de ambas el sistema público y privado con el fin último de crear un paradigma con equidad.
El desafío final es poder eliminar las barreras del aprendizaje en todas sus formas para que el derecho a la educación sea una realidad fáctica y no una simple demagogia.