Pensar la política es, en gran parte, pensar la obediencia. Si nos remontamos al sentido original de la palabra, cómo y cuándo someterse al imperio de lo común; desde Platón y Aristóteles pasando por los sofistas, Marcilio de Padua, Maquiavello, Hobbes y los contractualistas, hasta los posmodernos más cerriles se han preguntado cuándo conviene hacer lo que nos dicen y cuándo no. En esa saga de pensadores de la obediencia y la desobediencia, una parada obligada, que ingresa por la tangente, la constituye el texto del francés Étienne de la Boetié, titulado “Discurso de la Servidumbre voluntaria”, del año 1530. Sí, ya nos gustaría pensar que la pregunta por la dominación de grandes conjuntos sociales es un problema de nuestra época. Pero no, antes de que la escuela de Frankfurt nos alarmara sobre la industria cultural y Marshall Macluhan nos alertara de los MassMedia y su poder, y mucho antes de que Marx y Engels rosquearan fuerte sobre la Alienación ideológica. Mucho antes de eso, un joven de 16 años escribía en plena época de monarquías un panfleto preguntándose: por qué, ¡Oh dios, por qué los hombres escogen al tirano, al Uno y se someten voluntaria y servilmente a él!

Desde hace mucho entonces, la pregunta por la obediencia, por la libertad, por la esclavitud y por la rebeldía han tenido respuestas tanto existenciales como históricas. Sin embargo, en nuestra época, la del cambio de siglo al menos, el sentido de la obediencia y la desobediencia ha trocado múltiple y confuso.

En algún momento del siglo XX, obedecer se volvió lisa y llanamente algo negativo. En especial si tenemos presente las experiencias totalitarias de cualquier signo, o el advenimiento de la juventud como sujeto político y económico. Tal vez por eso las progresías del mundo tienen alta estima por las desobediencias; sin embargo, no solo ellas. Recientemente el investigador Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? Postuló —palabras más, palabras menos— que los sectores más conservadores se apropiaron de la desobediencia a las normas como reacción a un mundo en donde la corrección política —o al menos su apariencia— parece haberse vuelto la piedra de toque del debate público.  Lo cual no deja de ser sintomático, si se tiene en cuenta que, en ciertas ocasiones, obedecer algunas normas salva a las sociedades del caos que ellas mismas generan.

Las estructuras religiosas y militares pueden darnos lecciones de obediencia, no por la claridad de sus normas ni por la invariabilidad de sus leyes (cuánto han cambiado las normas de la Iglesia en las últimas décadas). Esas estructuras y sus versiones agiornadas (evangelismos al por mayor y neofascismos) han logrado sostener un fundamento compartido sobre la realidad, sobre las razones y los porqué que hacen de fondo último a la obediencia. Lo que produce la mismidad no es solo el lazo de porqué, sino el reconocimiento de unos criterios comunes con los que entender la realidad. Y a esos criterios se les debe obediencia más allá de las tensiones que contengan en su interior o con el exterior.

Este carácter fue tanto reforzado por sectores sociales, como quebrado por otros, en las protestas que durante el 2020 se dieron en todo el planeta ante las restricciones de circulación impuestas por los estados debido a la pandemia de Sars-cov-2. Lo que se ponía en juego no era, tal vez, tanto la obediencia a las decisiones que iban surgiendo con el correr de la pandemia (cuarentenas y restricciones varias) sino los fundamentos de esa obediencia. ¿Por qué cuidar del prójimo? ¿Por qué proteger al colectivo nacional? La obediencia volvió así a sus orígenes políticos de discusión, donde su antónimo no era la desobediencia colectiva, sino la libertad propia (y, por ende, la esclavitud ajena). O para decirlo de otro modo, ningún problema en obedecer para cuidarme, pero, ¿por qué obedecer para salvar a otros?

Esta pregunta, significó un quiebre, un acontecimiento, en la estructura subjetiva de nuestro apego a la norma. Porque si obedecer tiene sentido, solo lo tiene cuando en la creación de la norma la ciudadanía se encuentra implicada. Era fácil de ver en las democracias directas o en las prácticas asamblearias. Si voto por la guerra con Esparta, levanto la mano, agarro la espada y pregunto para qué lado vive el enemigo. En las democracias de masas donde la ley es una entelequia digitada por entidades que parecen habitar hipóstasis alejadas del mundo corriente, el gobernador, el protector, el legislador, el representante, tiene la dificultad y la tarea de volver cercana a las personas la norma que sanciona. De lo contrario la ley se vuelve una letra muerta en la que nadie cree, que nadie reconoce y que solo es útil como excusa de los sectores privilegiados para sostener su opresión sobre los muertos de hambre. Por eso la ignorancia de la ley no es excusa para no cumplirla. Porque desde una perspectiva romántica, cada ley a obedecer es una ley que cada uno de los ciudadanos de un territorio se da a sí mismo. Se supone que la conoce, que se ha tomado el tiempo para debatirla con sus congéneres y representantes, porque sus intereses van en ello. Sabemos lo que ocurre en realidad.

Mas allá de las tensiones políticas sobre la obediencia, una fila se amontona para hincar los dientes atravesando la obediencia desde el deseo, el inconsciente, la subjetividad, las tecnologías del cuerpo, la policía, el mercado y, en lo profundo de nuestro ser, dos condiciones (viciosas) que señalaba con enorme preocupación Étienne: la obstinación por el poder y la pasión por la autoridad.

Cuando el mundo todavía tenía un sentido levemente nítido, escritores y jóvenes, como el mismo Étienne, podían escribir proclamas claras y contundentes, como: “resolveos a no ser esclavos y seréis libres”. El mundo de hoy, lejos de permitirnos semejantes invocaciones, apenas nos anima a un: “Desobedece…, y prepárate para lo peor”. 

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Este es un Andén más bien raro, como la vida. Como contamos en diciembre, cuando cumplimos 12 años como publicación, la mayoría de quienes hacemos Andén somos docentes o hemos emigrado a otros países. Dos condiciones que, durante el 2020, nos complicaron bastante el quehacer cotidiano y en especial, aquellos gustos que nos damos, como lo es Andén. Por eso tuvimos un solo número y probablemente esa sea la suerte en el presente 2021. Nuestro compromiso es seguir hasta donde podamos cuanto podamos. Nunca mentimos ser una publicación exitosa. Nunca mentimos ser un colectivo homogéneo. Y sobre todo, nunca mentimos ser un grupo de personas que se sientan a pensar la realidad y a compartir el resultado con otrxs iguales que, circunstancialmente, están del otro lado del monitor en este momento. Nos disculpamos por salir poco. Pero cuando salimos, lo hacemos con todo lo que podemos dar. Que los dioses nos juzguen por eso.

Ojalá este Andén 94 los movilice.

La tapa que Daniel Martín hizo para el número 94 que no pudimos imprimir porque en la Argentina ningún gobierno, cualquiera sea su signo, regula el precio del papel.
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Un comentario sobre “El dedo que punta – Editorial 94”

  1. Muy buen editorial, una vez más. Y…sí, si desobedecés te atenés a las consecuencias pero, si obedecés obsecuentemente, todo irá de mal en peor. Entre la espada y la espada… Andén VIVE.

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