¿De qué nos enamoramos las mujeres? ¿Qué amamos? ¿Cómo amamos? Un día hace no tanto, mientras limpiaba mi casa, me empecé a preguntar cuál era el sentido de todo, de la vida, de mi vida. ¿Para qué estaba en este mundo? Casi sin saber por qué, la primera respuesta que vino a mí, fue que el sentido era el amor y que, tal vez, mi papel en este mundo era cuidar de otros.
Lo raro es que esto no solo no me dio tranquilidad, sino que me generó un insomnio y una angustia que duró todo septiembre. Entonces, eso que parecía tan obvio de repente se llenó de dudas. ¿De dónde salió esa idea tan automática? Como siempre los libros y mis amigas me empezaron a mostrar un poco por dónde empezar a pensar.
Resulta que existe cierta subjetividad específica de las mujeres que determina formas de ser y de estar y del lugar que ocupamos en el mundo. Este lugar tan nuestro, tan inculcado, no es otro que el de brindarnos desde el amor y cuidar. Cuidar a los hijos, a la pareja, al trabajo, a los padres, a los amigues, a los perros, a las apariencias, a todo. Sin chistar y sin dudar, nuestro papel en este mundo es darnos desde el amor. Cueste lo que cueste, pese lo que pese.
Porque todas de alguna manera u otra aprendimos que lo importante es que otros nos quieran, que otros nos valoren. Mientras capaz luchamos por encontrar ese amor propio que nos vende Instagram, y que no tenemos ni idea de por dónde se consigue.
Les que estén más adentrades en ver cómo el patriarcado nos cagó hasta la capacidad de amar con libertad, les resultará hasta simplista mi descubrimiento, pero para mí no deja de ser una revolución. Entender cómo fuimos, y somos, educadas para brindarnos a los otros desde el amor, a postergarnos, a hacer a un lado nuestro deseo en pos de lo emergente y de las necesidades de los otros. Es el marido, los hijos, el trabajo, la carrera, el doctorado, los chongos. Todos a quienes debemos responder, porque es lo que corresponde, porque eso nos hace empoderadas. Jaja, lo simpático es que hasta ese discurso nos dice que así nos empoderamos y cultivamos el amor propio, marcando los abdominales o leyendo algún post de autoamor.
Nos enseñan que nacemos incompletas, mitades, solas. Que solo el amor verdadero nos hará libres y finalmente nos sentiremos plenas. Y ahí vamos, obedientes, a buscarlo a como dé lugar, a luchar, a resistir, a pelear por ese amor que todo lo vale, que nos dará la felicidad y la realización esperada.
Ese mandato también juega para las que nos pensamos más liberadas y buscamos, desde lo profesional, ese título, esa carrera, ese doctorado que nos dé poder, que nos haga suficientemente buenas para que otro nos diga lo inteligentes que somos, qué profesionales y valiosas somos.
Otra, tal vez la peor de todas las mentiras modernas es la que nos vende que el amor libre, que entonces nos habilita relacionarnos sin ataduras, un chongo en cada aplicación de citas, sin compromisos, sin presiones, sin siquiera pensar si ese fast food de vínculos descartables realmente es lo que queremos o lo que se supone que tenemos que ser para escaparnos del destino del ama de casa que deja todo por el marido.
El blanco o el negro de una realidad que jamás cuestionamos, pero a la que somos plenamente obedientes incluso cuando nos pensamos que somos las más rebeldes.
Las mujeres nacemos y crecemos con la única certeza de que debemos ser amadas. Anhelamos encontrar el amor, es nuestra naturaleza (ponele), brindarnos, ser elegidas, ser la más linda, la más amiga, la más estudiosa, la que pasa gratis en el boliche, la que los pibes mueren por curtirse. Solo seremos plenas cuando nos elijan, cuando nos aprueben y nos valoren los otros. Solo así valdremos, cuando ese amor para el que fuimos creadas sea recíproco y entonces ese otro nos haga valer lo que siempre debimos valer.
Entonces ahí vamos, a enamorarnos de lo primero que nos haga sentir una gota de dignidad. Ahora que sí le gusto, ahora valgo. Este amor al fin me hace libre, ahora sí seré plena. Ese amor loco, apasionado, que vale las lágrimas, la ansiedad y que es incontrolable, porque no hay control sobre ese sentimiento loco que nos hace dejar todo y brindarnos al sujeto que todo lo vale, que todo lo completa.
Nada para cuestionar, es lo que me enseñaron, es lo que hicieron las que me preceden y las que me rodean. En el mejor de los casos, combinado con una carrera o un rato para el gimnasio, pero nunca sin ese espacio protagónico para realmente ser valiosas cuando el amor de otros nos haga dignas de ser.
Normas, valores, creencias, lenguajes y formas de aprender conscientes e inconscientes que nos llenaron de mensajes sobre lo que era importante, sobre lo que significa ser mujer. Formas de percibir, de sentir, racionalizar y accionar sobre la sociedad.
Las mujeres crecemos en un entorno que nos subjetiva como seres carentes, capaces de renuncia, de sujeción, de subalternidad, de servidumbre voluntaria, a los otros, a las instituciones, a la sociedad, al estado, a todos. Pero por amor. Y entonces eso somos, seres que desde el amor damos todo.
Esos cautiverios en los que somos felices como dice Lagarde, por la realización de hacer lo que vinimos a hacer a este mundo, a amar para ser amadas, para valer, para ser.
Los círculos patriarcales en los que crecimos, en los que crecieron nuestras madres, amigas y compañeras nos atraviesan. No hay manera de que no, no hay forma de deshacerse de todo eso que estuvo y está en cada mirada, en cada dieta, en cada demanda. Todo el tiempo sobre nosotras, casi todo el tiempo en nosotras.
Lo social en el cuerpo, en ser como se supone que hay que ser: flaca, con tetas, no tan flaca, linda, no tan linda, fit, no tan obse, no tan histérica, más tranquila, menos ansiosa, menos intensa, más comprometida, más relajada, mejor madre, mejor hija, estudiosa, no dedicada solo a la carrera, no ser tan estructurada, tomarte las cosas en serio. Pero también ser relajada y con plena autoestima. Amarte a vos. Harta.
Ser desobedientes tal vez sea lo más cercano a ser libres, no es hacer un curso de autoamor. Ser desobedientes es hacernos cargo del conflicto, de encontrar nuestro deseo tal vez con culpa y con el alto costo de renunciar o al menos cuestionar los mandatos en los que crecimos.
Para ser libres, el único camino es buscar ese deseo, asumirlo, y nunca dejar de buscarlo. Como dice Bergher: la libertad no se constituye en el cumplimiento de ese deseo, sino en el reconocimiento de su suprema importancia.