Sucede de tanto en tanto que queremos algo nuevo. Para algunos será un par de zapatos, otros elegirán (y tendrán el dinero suficiente para) un auto, varios tal vez se busquen una lapicera, un celular, unos pantalones, una remera. Lo que sea. Pónganle el etcétera que prefieran. Así llegó hasta mis manos, y vino a parar aquí, el libro Niños hippies, de Maxine Swann. Las ansias por un autor nuevo, por un libro sobre el que no haya oído nunca y del que jamás haya leído algo al respecto, me llevó a la librería que más frecuento y a aplicar el método de selección por, digámoslo así, azar. Resultaba difícil no caer en la tentación de volver a lo previsible. Un autor de renombre que siempre espera; un clásico de esos “ineludibles”; una cuenta pendiente con un viejo conocido: Borges, Arlt o García Márquez, tan abandonado y relegado por estos días.

Eso que elegimos llamar azar –junto a los colores y la foto de la tapa, al siempre seductor poder de la palabra hippie, al lugar del libro en el estante, entre otras millones de cosas, supongo– hizo que alzara el pequeño volumen y consultara a uno de los empleados por el precio del libro. “48”, contestó. “Entonces lo llevo el mes que viene”, expresé para manifestar el exiguo margen de mis arcas financieras. “Mmm, yo te diría que lo lleves ahora”, sugirió en un susurro, al percibir la presencia del dueño cerca de donde transcurría el diálogo. “¿Por?”, dije comenzando a ofuscarme por lo que juzgaba un apuro vil, de un excelente vendedor. “En febrero pasa a costar 57” respondió. Listo.

Mi impaciencia y tozudez, junto al aplastante poder del mercado, hicieron que ustedes estén leyendo esto.

Camino a casa, con sabor amargo en la garganta y en el bolsillo, pero con algo totalmente nuevo entre mis manos, supe de ella, de Swann: joven norteamericana, ganadora de varios premios en la potencia del norte. Éste es su segundo libro publicado en nuestro país (por Emecé), y ya tiene otro en marcha, Los Extranjeros, en el que buscará retratar el trance de vivir entre  Buenos Aires y Nueva York, como lo hace ella desde 2001.

Una vez “dentro” de Niños hippies, acomete una primera sensación: Volamos. La sencillez y austeridad del texto hacen que uno recorra las páginas a una velocidad tremenda, sorprendido por esa niñez tan inusual, tan libre, tan descontracturada y desestructurada. Tan hippie. “Son libres de correr hacia donde quieran cuando quieran, así que lo hacen”. Ellos, los libres de correr hacia donde se les cante, son los cuatro hermanos (dos nenas: Lu y Maeve, y dos nenes: Tuck y Clyde) que protagonizan los ocho relatos que componen esta novela. Una novela que, como decía Rodolfo Walsh sobre su serie de historias de los Irlandeses, “está hecha de cuentos, que es una forma primitiva de hacer novela, pero bastante linda”.

Así, con distintas voces narrativas que se modifican de relato a relato, desde una primera persona del singular con Maeve (que esconde a la propia Maxine) llevando las riendas de los episodios, hasta una tercera persona omnipresente pero donde se percibe, también, la perspectiva de la autora, presenciaremos varios momentos definitorios en la vida de estos cuatro pequeñuelos que irán creciendo a medida que pasan las páginas. Y de a poquito comenzaremos a percibir que en ese mundo idílico donde todo está permitido también hay rastros de tristeza, melancolía y ganas de pertenecer a una sociedad que no deja de rozarlos, por más que vivan en medio del campo. Porque, claro, los chicos tienen que ir a la escuela, y es en este escenario donde ese cruce de lógicas y de estilos de vida comienzan a molestarse, a empujarse pugnando por liderar las mentes de los cuatro retoños que oscilan entre los nueve y los dos años al iniciarse este viaje por la Pennsylvania durante la década del ’70.

Llegamos entonces, después del despegue inicial, a los primeros encontronazos con una realidad menos love & peace de lo que nos gustaría y comienzan a darse los primeros malos tragos: nos enteramos de que papá y mamá están separados hace tiempo; vemos que los hipnotiza la tele pero, oh melancolía, no hay una en casa; los siempre presentes cazadores matan a los tres perros de la familia.

Todo, como se dijo, a la velocidad abismal que nos impone la agilidad, la limpieza y parquedad de este estilo que por momentos también puede ser lánguido. Lo bello de todo, lo atrapante, es el contenido de todas estas historias que por momentos parecen sacadas de un diario íntimo y transcriptas sin más reparos que la corrección gramatical. Si bien esa puede ser la estrategia de la autora, es decir generar una voz infantil que conduzca las acciones, es dable pensar, sobre todo al final –cuando los hermanos ya crecidos vuelven a visitar la ahora vieja casa de la niñez–, que presenciamos el estilo de una Swann madura, de prosa práctica y sumamente agradable.

Aun cuando son atrayentes, cada uno de los fragmentos del libro no llegan a atraparnos del todo por algo que parecen ser fallas o falencias en el modo en que están presentados, pero de nuevo la potencia, lo bizarro o el cariz irrecuperable de lo que sucede no permite que nos vayamos de ese libro que sí, carga con un par de detalles opacos, pero aún con ellos nos lleva a un mundo plagado de ternura

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