«Exponer a los oprimidos la verdad sobre su situación es abrirles el camino de la revolución” Frase atribuida a León Trosky

En la Argentina, los números confunden. Y es que, según cuál sea la fuente consultada, la pobreza a nivel nacional puede sobrepasar el 30% (Cepal – Comisión Económica para América Latina y el Caribe[1]) o encontrarse en franco proceso de remisión, a punto de trasponer el umbral del 20% (Equipos de Investigación Social – Artemio López[2]). Aún más, el Indec grita, a quien quiera escucharlo, que la pobreza cae en picada y que, desde finales del 2010, sólo un 9,9% de la población no alcanza a cubrir la canasta básica de bienes y servicios[3]. La situación se torna aún más trágica y confusa si miramos a las desafortunadas provincias del norte: en Chaco y Formosa, más del 60% de los niños son pobres, mientras que en Santa Cruz, la cifra desciende hasta el 6% (Cenda y FIEL[4]). Ni hablar de empezar a introducir precisiones técnicas como pobreza histórica-estructural o pauperizada, pobreza relativa o absoluta, pobreza de ingreso, resiliencia, etc., conceptos de gran utilidad en ámbitos académicos pero que terminan desorientando al lector no especializado.

Cifras aparte, nadie discute que nuestro país está signado por la pobreza, la violencia y la marginación, pero sólo algunos encontramos en la educación popular acaso el único camino para cambiar este estado de cosas. Bajo la impronta del pensamiento de Paulo Freire, consideramos que toda praxis encaminada a la transformación de la realidad requiere de la implementación de un proyecto educativo liberador que contribuya a la concientización del oprimido, a su inserción crítica en el flujo de la historia, y a la asunción de un compromiso de transformación colectiva de la realidad. Y es que, desprovisto de una autoconciencia genuina e ignorante de los mecanismos de dominación que rigen su vida, el oprimido se encuentra tan indefenso ante el sistema como un niño entre bestias.

La palabra a Freire…

Ya en las primeras páginas de la Pedagogía del oprimido, Freire introduce la prescripción como el factor clave en la relación entre el opresor y el oprimido. La prescripción no es otra cosa que la “la imposición de la opción de una conciencia a la otra“[5], el mecanismo a través del cual la conciencia-opresora invade y usurpa la conciencia-oprimida y prescribe las reglas de su comportamiento. De esta manera, la alienación surge cuando los oprimidos “introyectan la sombra de los opresores, siguen sus pautas y temen a la libertad”[6].

En esta línea, Freire traza la ya clásica distinción entre una concepción bancaria de la educación, que identifica con una forma de invasión cultural en la que el educando es entendido en términos de un receptáculo vacio en el cual el educador deposita el saber que posee, y una concepción liberadora, en la que educando y educador trabajan a la par en un proceso dialógico de construcción del saber, a través del cual ambos se educan y en el que los argumentos de autoridad pierden vigencia. Ahora bien, para emprender el camino de la liberación, el oprimido debe, ante todo, tomar conciencia de su condición y reconocer los mecanismos de la opresión, y es aquí donde la educación liberadora interviene, enseñando a superar la contradicción opresores-oprimidos, e instando a estos últimos a emprender acciones de transformación social.

Desde esta perspectiva, se hace patente que el modelo freireano es todo menos pasivo y, de hecho, posee todos los componentes que requiere una auténtica filosofía de la rebelión: promueve la libertad de las conciencias, procura formar sujetos de la praxis, formula una teoría del compromiso, integra la situación del hombre en el mundo real y ofrece una teoría de la práctica educativa liberadora. Y es que, para Freire, el hombre es, ante todo, un ser intelectualmente inquieto, portador de una curiosidad innata y de una tendencia natural a saber más acerca de las cosas y, si en la sociedad actual esta vocación no se manifiesta lo suficiente, es porque el peso de los mecanismos opresivos del sistema capitalista termina aplastando la vocación del hombre por conocer.

La liberación será colectiva o no será

Inevitablemente, en este punto se impone la cuestión fundamental de la naturaleza del proceso liberador: ¿la liberación es personal o es colectiva? ¿Puede cada uno desembarazarse por sí mismo del yugo de las relaciones opresivas del sistema o es necesario que nos unamos para llegar a buen puerto? La respuesta es categórica: la liberación es siempre colectiva. Una vez que toma conciencia de los mecanismos de explotación que rigen la realidad, el oprimido debe movilizarse y organizarse con otros y luchar junto con ellos por la transformación radical de las estructuras que los marginan, expolian y oprimen. Y es que no se trata de invertir los roles del vínculo de opresión, no se trata de que los oprimidos pasen a oprimir a los opresores, en una suerte de venganza histórica póstuma. Se trata de subvertir radicalmente la lógica imperante. Se trata de desestabilizarla, destruirla y construir un sistema distinto sobre una lógica enteramente nueva. Se trata, a fin de cuentas, de poner de cabeza el sistema.

Sin lugar para las medias tintas

El llamado Estado de Bienestar representa un primer paso en la dirección correcta, pero constituye un avance tímido e insuficiente. Es que éste se limita, en lo fundamental, a realizar labores de tipo caritativo y asistencialista, y no considera necesario transformar las condiciones materiales de vida de los individuos como pre-condición necesaria para establecer una igualdad real de oportunidades. En definitiva, el Estado de bienestar es funcional al modo de producción capitalista, y su función primordial consiste en hacer menos flagrantes las contradicciones intrínsecas del capitalismo y mitigar las desigualdades más groseras que, eventualmente, podrían despertar la conciencia de clase de los explotados y desencadenar rebeliones populares. Así, bajo la promesa de distribuir el bienestar, el Estado benefactor no hace más que devolver una parte minúscula de lo que el neoliberalismo se apropia y roba a los explotados. La única salida a este estado de cosas es terminar de raíz con el modo de producción que genera todas las desigualdades: el capitalismo.

La educación parte aguas

La mera idea de que la educación pueda ser valorativamente neutra, constituye una quimera: todo discurso educativo está indefectiblemente atravesado por convicciones ideológicas, y condicionado por relaciones de poder. En última instancia, aquella práctica educativa que no combata al sistema capitalista y no luche contra la inequidad, terminará apuntalándolo. Y es que todo acto educativo implica necesariamente una toma de posición política reducible, en última instancia, a una oposición fundamental: apoyar al sistema o combatirlo. Nadie, y menos aún un educador, puede colocarse por encima de esta disyuntiva.

A partir de esto, se hace evidente la importancia fundamental que cobra la formación política en la actualidad como herramienta ineludible para introducir a los marginados a la vida social, política y económica pero también, y sobre todo, como instrumento pedagógico fundamental para abrir espacios de pensamiento crítico, poner en evidencia a los grupos de poder, y señalar a los oprimidos los caminos posibles para transformar la realidad. Y es que, en definitiva, de esto se trata en última instancia: de actuar


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