Sentada en el andén de mi ciudad Chascomús, un primero de mayo, imagino los movimientos que otrora se sucedían en este espacio; hoy, vacío. Me recuerdo despidiendo a mis primas los domingos de verano, que tomaban el tren de la tardecita; sí, porque había un servicio más tarde para regresar a Capital, pero mi tía no las dejaba, había que viajar de día y tempranito para estar listas para ir a trabajar.
Este andén también me recuerda, la presentación, que hicimos con mi viejo, de su primer libro y que ex profeso pensamos hacer coincidir la hora del evento con el momento que pasaba un convoy… ¡La cara de los pasajeros al ver un centenar de locos hablando en el andén!
Pero, a fuerza de ser sincera, los primeros recuerdos de “haber viajado en tren” me llevan a Córdoba, fue en unas vacaciones, creo que con mi abuelo Francisco y en camarote ¡Qué distinto el tiempo de hoy!
Cuando mis hijos empezaron la facultad, también usaban este servicio, hasta que un día Juani, el director de este periódico, me dijo: ¡No viajo más, mami! (luego de haber esperado horas y horas para llegar a Buenos Aires).
No me voy a poner melancólica, pero sí voy reafirmar mi identificación y mi amor por los rieles, ¿hay cosa más linda que ver el paisaje desde una ventanilla en movimiento pendular? Y esas cosas que pasan en nuestros vagones: el vendedor de sándwiches, el cafetero, el que sube a vender algún producto y se baja en la siguiente estación, los guardas, el salón comedor, el vagón de las encomiendas… Lindos personajes de la familia ferroviaria.
Soy testigo de una época de esplendor, cuando viajar en tren era un placer. Luego, y en desmedro de mi propia integridad física, seguiré insistiendo en ser usuaria, porque un viaje a Mar del Plata en clase turista y una ida a Buenos Aires con una amiga, donde el polvo se nos mete hasta en los dientes no podrán conmigo.
El fin de una era
Perder los kilómetros y kilómetros de vías, como nos ha pasado, es como un dolor en la panza del país, porque eso hacían los trenes se metían en las entrañas de la Argentina, sin anestesia, con esas locomotoras inmensas.
Y a ninguno de los responsables de esto le da vergüenza…
Los accidentes, las víctimas, los despedidos, los cierres de líneas, la incomunicación, los pueblos muertos y desolados, las familias desarraigadas, entre otras consecuencias que ahora se me escapan, se nos presentan como la realidad ferroviaria actual. La inacción de los gobiernos, aunque ahora nos “relaten” otras historias, genera dolor e impotencia.
Somos testigos de una era que llega a su fin, ¡y miren que eran extensas las vías! ¿Podremos recuperar? ¿Reacondicionar? ¿Redirigir esfuerzos para generar caminos alternativos? ¿Alguien considerará su utilidad comercial, social, sanitaria, productiva, de verdadera integración social?
¡Ah! La gran incógnita, en cualquier andén podemos conversar con el Jefe de estación, los guardabarreras y esos vecinos que siempre están ahí, que alientan la idea de volver a tener un sistema ferroviario eficaz y al servicio para la gente de a pié, bueno, de rieles■