Puedo ensayar, es decir equivocarme, que nuestro nombre “Andén” fue predestinado por una mente lúcida y previsora, a sabiendas de las posibilidades que la denominación daría. O puedo, también, afirmar con vehemencia todo lo contrario: que los escritos de “Andén” fueron llenando un contenido no previsto en lo absoluto y que los sabios azares de la improvisación fecundaron sin saberes; que el casual devenir solucionó imposibles.
De cualquier manera, poco importa , cuando la dicha es buena.
“Andén”, no hay duda, es resultado. Es un concreto, una realidad objetual, de lo que en su momento no fue sino un desvarío de ilusos.
Y no hay que escatimar, entiendo, en reconocimientos de lo que ha costado. Un par de palabras en tal sentido, entonces.
Un andén es por lo pronto un no-lugar de los que no nos dejan relajarnos. Nos exige la paciente lucidez. Reflexión tan autónoma como anónima.
Pocas veces se produce la magia de la verdad. Verdad entendida como trasparente correspondencia entre denominación y objeto. Aquí un milagro señores. Un milagro como cualquier otro.
Estamos al costado de algo del que formamos parte. El tren parte con nosotros o sin nosotros. Lo más hermosamente democrático (?) de un tren es que se interesa por el pasajero, pero se interesa más aún por el resto de los pasajeros. Si uno no aborda, será una lástima; el boletero nos interpelará, nos intentará persuadir. Pero, al horario estipulado, la mayoría debe partir, y la mayoría se va.
Algo similar sucedió frente a la propuesta del primer Andén del 2014: uno se sube o se lo pierde.
La espera del tren no es la espera de cualquier cosa, es la experiencia del andén, una entidad casi tan fuerte que anula el tren, hasta que el tren llega y anula todo.
Para quienes nos hemos autoexiliado por diferencias políticas con uno mismo (por sobre cualquier otra diferencia), hacia latitudes tan impersonales como las europeas, Andén es el anhelo de una posibilidad. Andén es el hogar del que viaja. Nada más cálido que el cigarrillo de la fría soledad. Nada más propio que el asiento en el que se posa la humanidad de la valija. Lo que se espera en el andén es la vida misma, y su porvenir.
Sonidos, olores, hedores. La impetuosa línea amarrilla de riesgo de muerte. El abismo incalculable hacia las vías. La cercanía de la muerte, el peligro. El accidente anónimo. Y la soledad, como morir dos veces. El olvido del cuerpo, donde solo pesa la ropa. En el telón de la lluvia, porque siempre llueve en el andén, porque siempre imaginamos que llueve cuando llueve.
En el andén estamos todos, al menos por un instante, la totalidad, el absoluto y la nada misma. La misma nada que está padeciendo el de al lado, y la está negando mientras se prende el segundo cigarrillo que anuncia el retraso del tren.
Espera, si las hay. Puntualidad. Todo andén parece una parte de Londres o de Suiza. Aun en la impuntualidad, somos parte de un todo articulado, las venas de un flujo imperturbable. El latido de nuestro corazón en el medio del corazón. Terremotos de hierro.
Trenes por todo el mundo, en las nubes, en la tierra, en el principio. Y el tren del fin del mundo, repartiendo convictos del consumo. Todos en armonía inconmensurable, todas las vías son parte de una sola, como el agua de un río que alguna vez fue otro río, y otro más. Y qué se yo, qué se yo qué más.
Un andén despierta– perdone, usted– mi reflexión y la de tantos otros. Reflexiones que dan más placer al escribirlas que al leerlas. La posibilidad de viajar y de embarcar, y de equivocar, porque viajero es el que viaja y escritor, el que escribe, aun la palabra más anónima e inoportuna. Todo forma parte de un plan maestro coordinado por un absoluto o no es más que un oneroso caos, una agridulce broma, de la cual no quiero dejar de formar parte, como el bufón más divertido o como el enano más bello.
Reflexión de la reflexión. Una oda a sí misma que pondera el lugar donde se piensa y no el pensamiento mismo. Un mirar por la ventana un paisaje que no volverá jamás.
Mas también el andén abandonado forma parte de un recorrido irrefutable, inapelable e incomprensible.
Nuevos aires de “trenidad” aparecen en nuestra prometedora, siempre prometedora, Argentina. Me cuestiono cuán importante hubo sido “Andén” que siempre estuvo expectante, que nunca se fue, que pasivamente militó por el arribo de un nuevo tren. Quizás ninguno, pero nuestra necedad fue impostergable.
La valentía entonces de la espera, ya que lo difícil tanto en la partida como en la muerte es para quienes nos quedamos en la vida, o en el andén. Me resulta imposible pensar, y sostenerlo, que el tren pasa “una sola vez en la vida”. Es un error genético, el ADN del tren implica siempre su nuevo paso, la revancha, que no, por su poca frecuencia, deja de ser suficiente, oportuna.
Hemos subido al tren, y yo no quiero bajarme ni puedo, ni debo bajarme.
Sea éste mi humilde homenaje en el comienzo de un próspero 2014. Sin retroceder, pero con el cuidado del caso, en el vertiginoso paso al frente, no deje nunca de pisarse un andén. Disculpen, señoras, yo me bajo, la próxima es mi estación■