El ex presidente argentino Carlos Saúl Menem (me toco el huevo izquierdo), en una de sus más memorables intervenciones, dijo…,o no, mejor no. La transcripción de la frase perdería valor, además del notable acento riojano. Mejor incluyo un enlace a uno de los tantos videos que circulan sobre el egregio momento:

 La existencia, o la inexistencia, de una «estratósfera menemista», un lugar-otro inconcebible, un plano en el que cualquier cosa puede ser unida con otra, sin importar sus diferencias, no será el tema del presente ensayo. Más bien, quisiera concentrarme en un sutil detalle entre las palabras del ex mandatario: “Esas naves espaciales van a salir de la atmósfera, se van a remontar a la estratósfera y desde ahí elegir al lugar a donde quieran ir. De tal forma, que en una hora y media podemos estar desde Argentina en Japón, en Corea o en cualquier parte del mundo”.Quisiera concentrarme en la alusión a Japón que hizo el riojano.

La mención no fue azarosa. Al aludir a este país, aquél estaba haciendo referencia a lo que se creía que era la nación de los años noventa más avanzada en materia tecnológica. La nación de los vehículos Toyota, de los televisores Hitachi y Panasonic, de las cámaras Nikon y Canon; la nación de las computadoras, de los tamagochi y del tren bala. La nación de la robótica, infinitamente difundida por la cultura de masas, no solo en las generaciones que crecimos con Evangelion, sino también en las anteriores, a través de Astroboy y Mazinger. La nación que recibió más premios Nobel en ciencia que ninguna otra. Y por último, aunque para nada menor, la nación de los cincuenta y cinco reactores nucleares, esa colosal fuente de energía que se volvió el orgullo de políticos y empresarios japoneses desde los años setenta. Argentina –era la presuposición implícita en el discurso del ex presidente–iba a poder llegar a ese país tan adelantado. Íbamos a poder tener un contacto, un acercamiento, una chance (quizás) de aprender de ellos.

Aunque mucha de esta descripción de Japón sea real, lo cierto es que también existe un alto grado de ficcionalización. Larga es la tradición occidental que imaginó un Japón repleto de elementos hipertecnologizados. En la película Blade Runner de Ridley Scott (1982), emergen una variedad de elementos japoneses dentro de un mundo futurista. En la novela Neuromante de William Gibson (1984), la ciudad hipertecnologizada y controlada por corporaciones en la que suceden los hechos es específicamente japonesa: Chiba. En las Tortugas Ninja–tampoco las olvidemos–, el enemigo principal es un conocedor de artes marciales orientales y, seguido de su ejército de ninjas, busca hacer emerger el Tecnódromo desde las profundidades de la Tierra para así conquistar el mundo. Es decir, lo hipertecnologizado se asoció rápidamente a “lo japonés”. Desde Occidente, y especialmente desde Est|ados Unidos, esta construcción imaginaria significó una oposición mercantil a quienes manejaban los bienes tecnológicos en el mundo de los años setenta en adelante: las empresas japonesas[1].

Los anteriores son casos negativos del mundo tecnologizado oriental, productos de mirada occidental sobre Asia. En contraposición, sin embargo, existió también la idea de que la tecnología era algo reparador y protector. Este hecho ya se había iniciado durante los años del boom económico japonés (1960-1970), cuando dichas empresas iniciaban el despegue que las convertiría en dominantes. El cofundador de Sony Akio Morita, por ejemplo, escribió en 1968 su exitosa autobiografía Made in Japan, donde explicó que la tecnologización de la sociedad era el único modo de independencia posible. También, Astroboy es todo lo bueno, heroico y humanitario que puede esperarse de un robot. Y existen finalmente todos aquellos ejemplos en los que, gracias a la tecnología, el mundo se salva de su inminente aniquilación: Evangelion, Ghost in the Shell o Super Sentai (más conocidos en su versión occidental como Power Rangers). En todos estos casos, se ejerce una mirada positiva sobre la tecnología ylas empresas que la controlan.

En uno y otro caso, entonces, lo que tenemos detrás de este tecno-orientalismo es un discurso ideológico respecto de los usos de la tecnología. O bien se ataca a las empresas productoras de esta última (en general asiáticas, por el auge de la región en la época),o bien se las defiende. El tecno-orientalismo tiene, por esto, dos lecturas posibles, más generales. Éstas son las que diferencian una utopía de una distopía, al mundo idealmente posible de uno indeseablemente inevitable. ¿Es ese mundo hipertecnologizadoun modelo del proyecto racionalista o es, en cambio, su decadencia? ¿Podrá salvarnos el amor a la tecnología o nos veremos consumidos por ella? ¿Está la tecnología para hacer un mundo mejor o llevará la humanidad a la ruina?

De las dos visiones sobre la tecnología, la que prevaleció, a fuerza de la potencia neoliberal, fue la primera. El progreso tecnológico nos brindará la posibilidad de continuar el proyecto racionalista que había quedado truncado en Auschwitz. La tecnología nos hará libres, felices, independientes. De hecho, éste fue, y sigue siendo, el pilar más importante de nuestro «estado esquizoide» actual, de nuestras tecnocracias contemporáneas.

En lo que refiere a Japón, ya desde la década de 1960 allí se inició un proceso tecnocrático que lo transformó de un país industrializado a uno posindustrializado. Todo empezó con el permiso por parte del estado para que las empresas más poderosas (de automóviles, de luz eléctrica) pudiesen construir plantas nucleares y manejarlas. O perdón, como bien dijo Homero Simpson: “Atómico…, se dice atómico”, porque al parecer el gobierno japonés creyó que la palabra “nuclear” tenía una connotación demasiado negativa. En fin, dado el éxito rotundo de estas nuevas plantas atómicas, casi toda la inversión energética del país viró hacia ese sector en las décadas siguientes. Esto implicó que, en el Japón actual, exista una dependencia hacia la energía nuclear.

79_CHIAPE3El problema: hoy sabemos que esto no funcionó. O mejor: que no está funcionando. No solo es la energía nuclear una industria que ya pasó su pico, sino que además implica un enorme riesgo civil. Tan solo para hablar de Japón, como si los problemas económicos que surgieron durante los años noventa no hubiesen sido suficientes, la decadencia de aquella utopía tecnocrática sustentada en la energía nuclear quedó rotundamente demostrada tras el evento de Fukushima en marzo de 2011.Casi dos mil muertos, trescientos mil evacuados, tierras contaminadas por las siguientes no-sé-cuántas décadas. La caída del sueño tecnocrático.

También empezaron a aflorar otras problemáticas relacionadas con la dependencia no ya de energía nuclear, sino de la tecnología en un sentido más amplio. Sabemos que en Japón hay personas adictas a la tecnología que no salen de sus casas; suelen ser igualmente adictos a la cultura de masas y reciben el nombre de hikikomori. Sabemos también que existe una grieta enorme entre quienes saben usar las nuevas tecnologías y quienes no saben usarlas. Sabemos que en Japón se usan muchísimo, por ejemplo, las máquinas de fax y los armatostes telefónicos, síntomas de un retraso tecnológico. Sabemos que casi no existe la calefacción central y que se opta por los peligrosos calentadores de kerosene, síntomas de la mala distribución de la tecnología. Y por último, sabemos por investigaciones recientes que durante los gloriosos noventa muy pocos japoneses contaban con acceso a esas computadoras que ellos mismos producían y vendían. ¿Dónde quedó ese Japón idealizado, ficticio, hipertecnologizado que nos había representado la cultura de masas de los años setenta en adelante?

Otras ciudades como Dubai, Seul o Beijing, quizás sean hoy el objeto del tecno-orientalismo. Pero recordemos que, en la primera, existe un estricto sistema de cámaras de vigilancias que recuerdan todo tipo de pesadillas foucaultianas sobre las prisiones. En cuanto a la segunda es considerada una de las ciudades con más vehículos motorizados por habitante del mundo. Y la tercera, como es sabido, está rankeada como una de las ciudades más contaminadas del globo, causando ya severos problemas a sus habitantes. Otra forma de tecno-orientalismo:la horriblemente llamada Primavera Árabe, de la cual decían los tecnócratas orientalistas que se logró gracias a Facebook y a Twitter, borrando de un plumazo no solo la acción ciudadana y revolucionaria, sino también las responsabilidades de los gobiernos en juego.

Ojo, no pretendo hacer una refutación del progreso; sus beneficios son indiscutibles. Pero la tecnología está lejos de ser un camino seguro y, menos aún, igualitario. Incluso en Japón, ese país tan avanzado que representó el discurso tecno-orientalista, existen profundas diferencias en cuanto a su uso. Una y otra vez, lo que emerge es una carencia política. Que desde el 2011 la ONU haya considerado el acceso a Internet como un derecho humano es un avance en esta dirección, pero quedaron cosas en el camino: distribución de agua, luz, gas, tecnologías más importantes que las de nuestros teléfonos celulares. Cada uno podrá analizar qué posibilidad ofrece cada espacio. Es eso o esperar, pacientemente, a que el ex presidente argentino Carlos Saúl Menem (me toco otra vez el huevo izquierdo) nos traiga sus benditas naves espaciales y nos lleve a una estratósfera libre de todos estos problemas


[1] Así lo han afirmado académicos como David Morley y Kevin Robins en su texto “Techno-orientalism. JapanPanic”, dentro de su libro Spaces of Identity: Global Media, ElectronicLandscapes and Cultural Boundaries (1995). También acuerdan en esto académicos japoneses como UenoToshiya en “Japanimation and Techno-Orientalism” (1996).

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