No había nadie aun. Los demás esperaban alrededor de la puerta. En grupos. Dos por aquí, tres por allá. Susurrado. Con desconfianza. Mirando a los otros grupitos de reojo sin perder en ningún momento la tensión en los hombros.
-¿Todo bien? Preguntaba uno.
-Todo bien. Decía alguien y todos saludaban al que preguntaba moviendo la cabeza.
Y ella llegaba. Morena, medio fulera, el pelo pajoso y sucio. Una remera negra y desteñida con dibujos rosas que no hacían juego con su piel. Era joven pero faltaba un brillo en esos ojos. Saludaba con un “hola” indiferente y decía – ¿Cuánto? Alguien contestaba – Diez pesos. Cerraba la puerta y entraba. A los dos minutos volvía. Abría y mirando a los costados le daba unos trocitos de papel. Hojas de revistas viejas dobladas. Se despedían con un saludo bajo, gutural. Con el desdén de necesitar al otro. El resto se miraba sin mirarse demasiado. Por lo bajo. Esperando su turno.
-¿Cuánto?- preguntaba y el accionar se repetía. Un mecanismo de asombrosa precisión.
Tiempo después, cuando las cosas habían cambiado, uno de los pibes del barrio le decía al cronista de discos mientras tomaba unas cervezas en la esquina:
– Me preguntaba por lo que yo quería. Ella sabía lo que yo necesitaba. Y me lo daba.
Siempre era igual. Hasta que un día el cronista de discos presenció la anomalía. No supo bien qué fue. No supo qué es lo que le hizo prestar tanta atención a eso. Una noche de sábado. Por Octubre. Fresca. Un conocido y él fueron a esa casa. Había tres tipos esperado en un costado y un pibe joven de unos trece años junto a la puerta, más retirado. Uno de los tipos golpeó la puerta de chapa un par de veces y esperó. Se escucharon unos pasos, del otro lado se prendió una luz, el ruido de unas llaves y la puerta.
-hola
-hola
-¿Cuánto?
-veinte
Cerró. Al volver, miró, tomo el billete y se fijó en grupo. El que estaba más retirado se le acercó y sonrió. No dijo nada. Se quedó parado frente a ella sin decir palabra. Y ella estaba igual. El cronista de discos sintió al instante que algo en ese ritual ya no era originario. Por un segundo vio una cara nueva, algo que se encendía en el fondo de sus ojos, pero no supo qué.
Sin saludar el chico dijo – cinco. Ella lo miró y sonrió. Se conocían. El cronista de discos pensó que habían hecho la primaria juntos, que no hacía mucho que volvían juntos de la escuela. Ella entró a la casa dejando la puerta entreabierta y volvió con una bolsita negra. Muy grande para ser cinco pesos. Él le dio el billete doblado y se miraron. Dudaron un segundo y se dieron un beso rápido de despedida. Los dos sonreían. El cronista de discos, curiosamente, también■