Si atendemos a la trayectoria política de “Pepe” Mujica, resulta tentador pronosticar —como muchos lo hacen— que, con su gobierno, Uruguay realizará un desplazamiento hacia la izquierda. Sin embargo, no faltan quienes entienden que dicho desplazamiento es improbable, o al menos que su magnitud será ínfima en relación a tales expectativas, ya que una cosa es pertenecer en los setenta a la guerrilla tupamaro y otra, muy distinta, formar parte del Frente Amplio en estos días.

Ahora bien, más allá de quién sea que tiene razón, en este pequeño escrito nos proponer señalar algunos elementos que permitan enmarcar críticamente los términos de este diferendo.

Sucede que, generalmente, este tipo de diferencias de opinión se reduce a saber si tal o cual aplicación de categorías es pertinente o no, para tal o cual hecho. A un problema técnico, al parecer: ¿es de izquierda o no este gobierno? Pero, en verdad, preguntas como ésta, sólo aparentemente simples, suponen complejas configuraciones históricas que deben desnaturalizarse. Los mismísimos universales desde los cuales se juzga, tanto como la genealogía que los ha hecho posibles, suele quedar intacta.

Consideramos que —ya sea que pensemos en clave liberal o en clave marxista, sea que se apuntale la necesidad de transformar esta sociedad vía reforma o vía revolución, que apostemos a acelerar el ritmo del progreso o acentuar las contradicciones del sistema— para poder reflexionar con estas opciones, lo mismo que con la de izquierda o derecha, se necesita primero encubrir el piso común por el cual la confrontación entre estas perspectivas resulta posible. Pues — parafraseando a Aristóteles — las cosas se diferencian justamente en aquello que tienen de iguales. No ver esto equivale a soslayar el hecho de que, aunque entre ellas hay una distancia ideológica real, ambas se ubican en un mismo plano lógico que hace posible su comparación. Equivale a obviar que toman toda su inteligibilidad (sus argumentos, sus términos, su “razón de ser” digamos) de un paradigma elaborado por la Europa del siglo XVIII, que fue exportado luego, vía imperial, al mundo todo como verdad revelada. Equivale, en suma, a ocultar que ambos llevan sobre sus hombros el peso sutil de aquel mito por el cual la modernidad se ha encargado de ocultar su otra mitad, la colonialidad que le es constitutiva, desde el día de su nacimiento[1].

Usar las categorías que de allí emanan, sin siquiera intentarles una crítica, es cuanto menos, un gesto de complicidad que debemos evitar. Pues, aún hoy, aunque la mirada ingenua pretenda que una vez concluidas las empresas coloniales se acaba la experiencia colonial, el mundo sigue regido por un patrón de clasificación geopolítico según el cual algunas vidas, memorias, saberes, proyectos de mundo, valen menos que otras. Nos referimos a la colonialidad del poder[2].

Entonces, para poder enmarcar los términos derecha e izquierda tomándolos como los índices problemáticos que son, y no como las únicas posibilidades de nuestro accionar político, será preciso inscribir dicho dilema en un horizonte de sentido no eurocéntrico del fenómeno de la modernidad. De otro modo, se clausura el pensamiento sobre la significación actual de estas orientaciones políticas. Es decir, nos quedamos sin opción.

Cabe aclarar antes de seguir nuestro planteo, que decir esto no equivale a suscribir ideas tales como la de “el fin de las ideologías”, la cual no pasa de ser una manera tramposa de decretar el status quo. La mismísima idea de el fin de la historia, aunque pueda salir de boca de un japonés, no deja por eso de ser la más eurocéntrica de todas las ideologías en boga. Responde, cómo no verlo, a la presuntuosa presuposición de que la crisis ideológica del hemisferio occidental implica sin más la crisis mundial, y que por ende su nihilismo equivale al de toda la humanidad. Una sinécdoque, que si no fuera tan trágica en sus consecuencias prácticas, sería muy graciosa, por grotesca, en el plano teórico.

Tampoco pretendemos, entiéndase bien, abonar “terceras posiciones”, si es que éstas resultan ser no más que un término medio al interior de esta misma lógica. Nos interesa otra cosa.

Si descontamos el hecho cierto de que hay pensamiento y acciones de izquierda y de derecha, sobreentendiendo que no valen lo mismo la una y la otra, nos preocupa argumentar que no sólo hay la izquierda y la derecha; y sostener que el mismo dilema en cuestión es sólo uno entre otros posibles.

En este sentido, conviene pensar que no es casual que los proyectos liberales, fascista o comunista, hayan desembocado, a pesar de sus notables diferencias, todos en grandes masacres. Hiroshima, el Holocausto, y Stalin, no dejan dudas en este sentido[3]. Y cabe sospechar, ciertamente, que una misma lógica, de exterminio sin dudas, gobierna su despliegue.

Por otra parte, pretender que ha sido el desarrollo de la racionalidad instrumental, como quieren buena parte de los pensadores críticos de occidente, lo que termina conduciendo a esas tragedias, es un error propio del eurocentrismo. Pues implica, ni más ni menos, que adoptar la narración auto-referencial y encubridora que hace de Europa eje de todo acontecer histórico. Hablamos de aquella mítica versión de la secularización, que tendría su bautismo de fuego en las revoluciones francesa e industrial.

Pero la modernidad no nace en la Francia o la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX. Ésa es, en todo caso, una segunda modernidad[4]. La primera, que la antecede y la hace posible, se forja en el Mediterráneo. Es una modernidad que nace manchada con sangres musulmanas, amerindias y africanas en el siglo XVI. Pues desde España y Portugal, la niña ya nos mostraba, desde muy pequeña, su potencial destructivo. Portadora de la verdad, debía arrasar con todo lo otro que se topase en su camino. Ya sea por hereje en el siglo XVI, por bárbaro en el XIX u hoy mismo, por antidemocrático.

Distintos términos, sí; pero la misma lógica.

Encarnando el universal, no tiene más que una misión: propagar, a como dé lugar, verdades. La retórica cristiana, nos habla de esto. Alemania, URSS de mediados del siglo XX continúan esa lógica. Y lo mismo EEUU en estos días.

Y es por esto, entre otras muchas cosas, que nuestro análisis de la realidad no puede reducirse a los 200 años de ideales fraternos, igualitarios y libertarios, del mismo modo que no podemos reducir nuestra continental historia a los 200 años de nuestro Estado-Nación. Naturalizar lo que discursivamente ha surgido de dichas construcciones históricas, inclusive en el valor asignado a la izquierda, equivale a abrazar un universal europeo, que obtura la posibilidad de otras formas de vida y conocer, que resulta doblemente repudiable. En primer lugar, por ser un diseño regional que basa toda su pretendida universalidad en una grotesca abstracción sobre la idea de humanidad que ha sido impuesta, entre los hombres, por la fuerza. Y, en segundo, porque en tanto Universal ya lleva en sí el germen del exterminio.

¿Qué seguirá ocurriendo sino con todas las otras memorias, proyectos, mundos que no eran, no son, ni serán jamás ese proyecto de mundo y vida?

En síntesis: necesitamos rever, y alterar, nuestro horizonte simbólico, nuestra manera de pensar, nuestro modo de conocer la realidad. Aportar en la construcción de otra lógica, ya no uni-versal sino pluri-versal, que nos permita repensar nuestras políticas y nuestro pensamiento[5]. Sólo así tendremos una distancia crítica que nos permita hacer de la izquierda y la derecha algo más, e incluso algo mejor, que las únicas opciones para el hombre. Y así podremos ver cómo otra opción, la opción des-colonial, que nos permite pensar en situación aquella díada, está latente en nuestra América, tan vital y luminosa en procesos políticos como el Boliviano, pero también, por qué no, en una reconfiguración geopolítica de la región en la cual, creemos, Uruguay no puede quedar afuera. Esta reconfiguración que quizá no permita ser encerrada en los estrechos límites de la derecha y la izquierda, ya que en gran medida apunta, al descolonizarnos, contra aquello que las hizo posibles, la colonialidad

 


[1] Dussel, E. «Europa, modernidad y eurocentrismo» en La colonialidad del saber. Buenos aires, CLACSO, 2005.

[2]Quijano, A. «Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina» en el libro arriba citado.

[3] Maldonado Torres, N. «La topología del ser y la geopolítica del saber. Modernidad, imperio, colonialidad.» en Des-colonialidad del ser y del saber. Ediciones del signo, 2006.

[4] Dussel lo desarrolla en el artículo ya citado.

[5] Mignolo, W. Historias locales/diseños globales.

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