El teatro desde su origen guarda relación con la estructura religiosa principalmente por su carácter de rito. Es rito desde su esencia porque, adquiriendo los elementos como tal, surge tanto en oriente y occidente como manifestación sagrada, como forma de culto a las divinidades, expresión que a través de la acción representativa mostraba la relación entre los seres terrenales y las divinidades. En ese momento y por mucho tiempo, lo que hoy llamamos teatro se daba sólo en este tipo de contextos ceremoniales, hasta que de a poco las distintas civilizaciones fueron incorporando los elementos del arte escénico en distintas festividades.
Luego, con la evolución de las artes, el teatro se autonomiza manteniendo elementos de estos ritos sagrados pero sin estar atado a ninguna estructura dogmática. El teatro se constituye entonces como arte independiente emancipándose totalmente del drama litúrgico. En consecuencia, adquiere la libertad de opinión y la conformación de una mirada crítica sobre las distintas temáticas, ampliando así su alcance sin distinciones políticas, ideológicas, religiosas o sociales. El teatro entonces deja de pertenecer a unos pocos para convertirse en una actividad popular.
Desde su independencia hasta hoy, el teatro ha ido evolucionando y progresando en relación a la dramaturgia, a la técnica y herramientas actorales y a la maquinaria que se utiliza en pos del perfeccionamiento estético. Muchas veces, estas maquinarias junto con la invasión tecnológica y multimedial aportan demasiado a la práctica, al punto tal que abarcan la mayor parte del hecho teatral colocándose a la altura del cuerpo del actor y hasta a veces adquiriendo más importancia. Sin embargo, sin actor no hay teatro.
En contraposición a este teatro, surgen otras vertientes que lo consideran a este como contaminación tecnológica y que buscan el regreso a las fuentes, al teatro y su condición de ritual, de rito sagrado. A recuperar la calidad de ceremonia que tenía el teatro como parte de la estructura religiosa donde la comunión de diferentes cuerpos cobraba mayor importancia sobre todas las cosas. Es el caso de Antonin Artaud que considera al teatro como un espacio de comunicación espiritual, de Eugenio Barba y el teatro Antropológico y hasta de su maestro, Jerzy Grotowsky, quien afirmaba en su concepción del teatro sagrado que la clave estaba en suprimir los elementos antes que añadirlos, para que el hecho teatral alcance su pureza.
En relación al teatro contemporáneo, deberíamos pensar cuál de las dos corrientes nos representa más como sociedad, o si existe la posibilidad de encontrar un punto medio entre estas polaridades en las cuales el cuerpo del actor mantenga su lugar de importancia en el hecho teatral, y que la tecnología y la multimedia actúen en pos de la totalidad del hecho escénico sin necesidad de contaminarlo. Creo fervientemente que en una sociedad como la de hoy, en la cual nos vemos violentados constantemente por los movimientos del mercado, en la cual es necesario hacer un esfuerzo para corrernos de las imposiciones tecnológicas y conectarnos con nuestra esencia y con la de los que nos rodean, es necesario hacer del teatro un espacio de reflexión o de distensión, pero siempre un espacio sagrado más ligado a su carácter de rito, donde el actor y el espectador se encuentren en un acto de comunión único e irrepetible; donde la ficción irrumpa en la realidad, construyendo desde su lenguaje su propia verdad en un tiempo y espacio otro. Y así, recuperando sus características rituales, sitúe a sus participantes en hilo tempore■