«Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura” -Alejandro Zambra.
Fruto de cierta destreza propia, Vargas Llosa logró instalarse en el centro del escenario mediático nacional por largas semanas. Es cierto que también cooperaron un Orlando Barone que aburrió de tanto sacarse los anteojos al mismo tiempo que ensayaba cada vez menos prolijas críticas y el periodismo opositor que replicó hasta las nauseas la tan pretendida como esquelética censura del escritor en la visita a Argentina para la feria del libro. Lo cierto es que estos últimos encontraron en el escritor peruano una figura de derecha con una capacidad de aglutinamiento que ninguno de los posibles candidatos no oficialistas al sillón de Rivadavia tiene.
Pero antes de su programada “gira” por el país, el nobel tuvo tiempo ante la inminencia de las elecciones peruanas para anunciar su voto y apoyo a un hombre con “experiencia de gestión” como Toledo. Días después, tras la primera ronda y la derrota de su candidato olvidó el manual de estilos para declarar que “votar entre Ollanta Humala y Keiko es como hacerlo entre el cáncer terminal y el sida”. En esta semana dio marcha atrás y afirmó para sorpresa de todos que no descartaría votar por Ollanta en el ballotage. Sin embargo, no pareciera haber sido al voleo la adjudicación de las enfermedades ya que resulta mucho más coherente con su concepción política que el fujimorismo represente la posibilidad de convivencia (el seguir de pie) tal como lo permite el cuadro de un sida asintomático y, por el otro lado, que el cáncer ollantista implique que el pueblo peruano prácticamente se cave su propia tumba. De cualquier forma, la desdibujada metáfora suena más bien a anhelo de repetición de aquel “Viva el cáncer” y la festejada muerte de Evita que otra cosa.
El diagnóstico del premio nobel de literatura es que la metástasis está esparcida por casi toda Sudamérica y ahora amenaza con alcanzar incluso el cónclave con capital en Lima. ¿Pero cuál es la clasificación de tipo de gobierno que utiliza no sólo este escritor sino gran parte de los analistas del poder mediático/económico para estos procesos?
Algunas veces insinúan la existencia de dictaduras bajo rostros democráticos pero, como demostrar que esto tiene asidero en la realidad les requiere forzar la categoría a un extremo que roza el absurdo, prefieren a menudo hacer referencias a gobiernos de tipo “populistas”. En este sentido, el término aparece significado de una manera antagónica a la conceptualización de Laclau quien se refiere a estos como “experiencias políticas que permiten ampliar las bases democráticas de la sociedad o como una forma de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas, una manera de construir lo político.» Precisamente, una de las definiciones que ha propuesto el conspicuo arequipeño es la del populismo como “la negación de la realidad por una fantasía ideológica que ha arruinado a todas las sociedades que sucumbieron a su llamada». En esta línea, si el proceso populista por antonomasia de la Argentina es el peronismo, la percepción de Vargas Llosa es: “la elección del error, perseverar en el error, entercarse en el error a pesar de las catástrofes tras las catástrofes que ha sido la historia argentina moderna.” Resulta tan coherente como emblemática y justamente es la concepción paradigmática de cierta lectura que se hizo y se hace de los proyectos políticos populares lo que resulta más interesante.
Ahora bien, como hemos venido planteando desde el inicio de esta sección del periódico, la colonialidad se refiere a un patrón de poder que emergió como resultado del colonialismo moderno, pero que en vez de estar limitado a una relación formal de poder entre dos pueblos o naciones, más bien se refiere a la forma cómo el trabajo, el conocimiento, la autoridad y las relaciones intersubjetivas se articulan entre sí a través del mercado capitalista mundial y de la idea de raza. Así, pues, aunque el colonialismo precede a la colonialidad y esta sobrevive al colonialismo, esta se mantiene viva en todas las esferas (ámbitos de existencia) y por ende la cultura, la literatura, el criterio para catalogar un buen trabajo académico, y los ámbitos intelectuales no son de ninguna manera espacios menos permeables a su influencia. En efecto, la teoría descolonial ha trabajado el concepto de “colonialidad del saber” acuñado por el sociólogo venezolano Edgardo Lander pero ya insinuado por el sociólogo peruano Aníbal Quijano.
Este andamiaje conceptual resulta útil para dar cuenta de la significación que se ha hecho del populismo por parte de las elites intelectuales que en muchas ocasiones se han simplemente hecho eco de posturas políticas de países con sesgo imperialista. Resulta llamativo su profundo rechazo y negación de procesos que han demostrado tener cierta capacidad para conseguir un piso de conquistas para los sectores históricamente postergados y más aún, la inserción de ellos en ámbitos decisionales.
Con respecto al peronismo es posible señalar tres hechos que ilustran la percepción atravesada por la colonialidad anglosajona y que ha sido defendida por sus agentes latinoamericanos con gran empeño:
Hecho I: ante una Cámara de los Comunes, Winston Churchill señalando que “la caída del peronismo, un hecho tan importante como la Segunda Guerra Mundial y que no le dará tregua ni cuartel al general depuesto, hasta el final de sus día”.
Hecho II: Margaret Tatcher ante el conflicto bélico con Argentina por las Islas Malvinas: “¡La culpa la tiene Perón, que les hizo creer a los argentinos que las Falklands eran de ellos!”
Hecho III: Condoleezza Rice, cuando en noviembre de 2005 en el Senado de Estados Unidos diferenciando populismo buenos de los malos, analiza el chavismo y propone: «Para que el sur del continente pueda ser asimilado, debe alejarse de Perón. Sí, de aquel desprestigiado demagogo seminazi argentino llamado Juan Domingo Perón».
Trazar esta genealogía tiene sentido cuando resulta visible que esta percepción continúa vigente en gran parte de analistas políticos (más y menos intelectuales) dentro del país y Sudamérica en general. Fíjense si no cómo desde que Ollanta se ha posicionado como un actor político con posibilidades concretas de ganar en las urnas se lo ha acusado de ser un líder populista y caracterizado como una figura con poca vocación democrática, demagógico y militarista. Se afirma que es golpista por aquel levantamiento de Locumba frente a un fujimorismo que no tenía legalidad ni legitimidad por el probado fraude en las elecciones del año 2000 y los videos donde se observaba a Montesinos, su mano derecha, comprando legisladores. Sin embargo, se omite hacer referencia a cuando le quitó total apoyo al intento desestabilizador de su hermano (y principal aliado en Locumba) frente gobierno del ex presidente Toledo con el argumento de que no resulta apropiado levantarse contra un presidente por más pésima gestión que esté llevando a cabo si este aún se rige por el mandato constitucional.
La significación histórica del peronismo y el caso actual de Ollanta Hulmala son ejemplos que ilustran de qué manera opera la colonialidad del saber en gran parte del intelectualismo latinoamericano y hasta qué punto la colonialidad hace mella sobre los medios de comunicación a quien el mismo Arturo Jauretche había incluido dentro de su concepto de “pedagogía colonial.”
En consecuencia, la visita de Vargas Llosa y toda la parafernalia que gira en torno a ella, a pesar del hastío que nos genera, resulta útil para entender hasta qué punto la colonialidad continúa con sus tentáculos acompañando la vida cotidiana. De esta manera, aún si el autor de “Los Jefes” moderara su discurso, el banco de suplentes está lleno de jugadores que piden cancha; préstenle atención si no a Fernando Savater que se gana un lugar en las tapas de los diarios no vacilando al afirmar que “definirse como peronista es equivalente a ser un Tiranosaurio Rex». El resto es literatura■