De cómo una simple y clásica herramienta ayuda a distribuir el poder en la escuela, históricamente tan concentrado, enseñando a la vez posibles caminos colectivos hacia la utopía necesaria. Sabemos que algunos de los problemas más manifiestos que estallan en la escuela (los relacionados con la violencia, con la falta de compromiso y participación, con las dificultades de comportamiento, con la exclusión grupal) condicionan fuertemente la enseñanza y el aprendizaje. Nadie puede aprender bien cuando no está cómodo en su lugar de trabajo.
Es cierto que esa violencia en la escuela es un eco más de la descarnada violencia que la sociedad ejerce sobre nuestros niños. Si queremos disiparla, no queda otra que cambiar las causas profundas que la generan y que pasan por el modo en que se organiza el mundo para producir sus frutos y repartirlos. Sabemos que no es tarea a corto plazo, justamente por eso no nos quedamos esperando.
A pesar de ello, mucho podemos hacer desde la escuela. Aparece la metáfora del refugio: una guarida, un laberinto para perderse y escapar por un rato de esa cruda realidad que persigue a los niños, los condena y los ultraja. La escuela puede convertirse en ese sitio dentro del barrio que les haga tomar distancia de ese entorno, para luego animarse a cambiarlo.
Para eso, la palabra es nuestro principal fusil. Es el medio para expresar ingenios y el canal de fuga para sentimientos y temblores. Es una herramienta para provocar, un arma de efectos, tan látigo como abrazo. Pero por sobre todo es a lo que más le teme el Miedo, arma del Poder, pues con símbolos, emblemas o melodías se ahuyenta la oscuridad, se ilumina lo desconocido y se sintetiza lo difuso. Ponerle palabras a lo que nos pasa es una necesidad y, por lo tanto, un derecho. Esa es una de las primeras funciones de la asamblea de grado.
¿Y cómo podemos hacer para levantar históricas barreras de vergüenza, muros hereditarios que llaman al silencio y a la autolástima? ¿Cómo hacer para que, de a poco y sin imposición, todos le encuentren sentido a prestar la palabra y a tomarla, y aprendan a manejarla como instrumento que reemplace el golpe o el grito?
Sabemos que pedir la comunicación verbal es una invitación a exponerse, una incitación a la desnudez, pues la palabra no es algo fácil de entregar, más aún para quien no está acostumbrado a manejarse con ella. A tomar la palabra se aprende, al igual que a escuchar. No basta con pedirles a los alumnos que se escuchen o que registren a sus compañeros, así como no es suficiente enunciar las propiedades de la aritmética para que las comprendan y utilicen. Hay que proponer actividades que den sentido a la percepción de los demás, que pongan en conflicto la conducta niño-céntrica, que promuevan la descentración y la necesidad de estar pendientes del otro.
Palabras, entonces, pueden sobrar en la escuela: las tienen ellos, si se las damos; las buscan ellos, si se las acercamos (en libros, canciones, secretos, adivinanzas, desafíos y aventuras; es decir, en los motores para conocer el mundo); y las construyen ellos, si los dejamos juntarse.
Una asamblea es una reunión en torno a algo, una forma distinta de vincularse, un lugar de encuentro y de discusión, ancestral, práctica, comunitaria. La primera y sencilla consigna es que cada uno vea la cara de todos: una ronda donde nadie es el centro, donde ninguno es más importante que otro. Pocas pautas para arrancar: mano alzada para pedir la palabra, respetar turnos, escuchar con atención, decir las cosas cuidando al compañero y pensando para no herir gratuitamente. Es importante darle un encuadre temporal: día fijo y horario específico.
La propuesta de asamblea no es una mera dinámica, una geometría de conversaciones a la marchanta. Las asambleas se vuelven interesantes cuando están definida la intención y claro el sustento pedagógico, en particular sobre la intervención del maestro. El docente, aunque lejos de suponerse neutral e indiferente, debe correrse del centro, salir del mostrador de reclamos y arbitrajes. La clave está en problematizar los vínculos, los roles y las actitudes, que gravitan sobre la convivencia y el trabajo colectivo.
No hay que esperar que el maestro confirme o califique las intervenciones. Todo lo que sale en el grupo es responsabilidad del grupo. No sirve pontificar con moralina de falso reglamento; no funciona imponer el disimulo de miserias y la impostación de virtudes angelicales; no vale fogonear la comodidad de la delegación, reforzando el poder individual que desangra la potencia colectiva; sí en cambio merece desovillar la madeja, buscar el ojo del huracán que se arremolina con tantas palabras, preguntar preguntándose sobre la certeza de las ideas que escupen, recortan o sacralizan.
Puede el maestro retomar al inicio las ideas de la asamblea pasada, como calandria de memoria grupal; callar luego, esperando, devolviendo silencios que conviden a profundizar; insistir con la mirada, secreta impaciencia; a veces, pedir ejemplos, explicaciones, reformulaciones, o invitar a seguir pensando, promoviendo otras voces; lanzar, también, preguntas con intención de llamarada; poner en palabras lo subterráneo y así ayudar a separar conceptos tramposamente amalgamados (por ejemplo los de justicia y castigo) y, finalmente, relojear, sin dudas, la válvula de la paciencia.
Consideramos que la convivencia debe ser un objeto de trabajo, al margen de las explosiones particulares de ciertos problemas. No debería hacer falta un conflicto sobresaliente para instalar la discusión; no se necesita llegar a las piñas para charlar en grupo sobre el grupo. La idea de las asambleas es reflexionar sobre este convivir en la escuela, este estar con otros en el lugar de trabajo. Es también un instrumento para la autonomía, para forjar una disciplina entendida en su mejor razón y sentido: ni silencios sepulcrales, ni terror a castigos externos, sino la expresión de una mínima organización para el trabajo.
El encuentro en las palabras y en las miradas debe servir para aprender a identificar problemas, tarea ardua, esquiva y compleja. Una vez recortados, planteados, pueden ser analizados en conjunto para, mucho después, intentar darles respuesta y solución. Los problemas grupales deben ser resueltos por el grupo pues su propia dinámica no es un avatar de la fatalidad: es una construcción, un aprendizaje sobre sí mismo.
Una asamblea entonces puede servir para consensuar, para fundamentar y para establecer normas que surjan del trabajo y que lo ayuden. Pero las leyes son horizonte lejano, siempre punto de llegada, creaciones del esfuerzo humano que van cambiando con nuestra voluntad.
Las sanciones deben nacer del seno comunitario del aula, pues las sentencias de los compañeros suelen ser más poderosas y efectivas que las de la autoridad formal. Es el dictamen colectivo el que sopesa el cumplimiento de las normas para un buen convivir y para el correcto ejercicio de las responsabilidades repartidas. La asamblea es el mecanismo por el cual ese dictamen se vuelve democrático, en tanto reflexivo y consensuado, no por mera mayoría circunstancial.
Una asamblea entonces es la posibilidad de repartir el poder, evitando su concentración autoritaria por delegaciones incuestionables, sea en la figura histórica del maestro omnipotente, sea en los eventuales caprichos del gregarismo infantil, de la histeria momentánea, de los cacicazgos de gallinero escolar. Ese poder asumido y ejercido implica un aprendizaje que, con suerte y con continuo viento a favor, se hará piel y necesidad en la identidad del sujeto, camino imprescindible para construir una sociedad de justos e iguales.
En definitiva, la reflexión sobre el poder en la escuela nos obliga a pensar en nuestro proyecto político-pedagógico, o sea en nuestra idea de educación, de mundo, de Hombre y Mujer Nuevos■