No sé lo que quiero, pero lo quiero ya. Viví el momento, loco. “Carpe diem”, decía una de esas películas con el denso de Robin Williams. ¿Por qué esperar a mañana, si podés hacerlo hoy? Jugate, salí, andá. Hay, por ahí dando vueltas, un imperativo fundamentalmente juvenil que arrastra hacia la vertiginosa tiranía del momento. Es un discurso plástico, multiforme, que aparece cuando le conviene, pero que sirve de máxima de decisiones importantes. Andate de viaje; si no lo hacés ahora, no lo vas a hacer nunca. Aprovechá. Salí al mundo. Conocé. Es más, si no lo hacés ahora, es probable que no lo puedas hacer nunca, porque está todo tan hecho mierda que nadie sabe que va a pasar mañana.

El imperativo del momento convive con la ubicuidad de la crisis. ¿De qué sirve preocuparse por el mañana, si ya tengo suficiente con lo que pasa hoy? El futuro llegó hace rato. El presente tiene un espesor tal que puede comprehender dentro de sí infinitas complejidades. ¿Qué querés hacer? Todo es posible hoy. Todo un palo. De hecho, esa idea un poco emo o, por lo menos, paranoica de que la crisis es permanente lleva adosada una determinada visión del tiempo. Un tiempo desencajado, sí, pero también repetitivo, fijo, anclado en un dos por dos de la novedad. La novedad siempre acontece en el presente, de hecho, podría pensarse como la desconexión del presente respecto a las otras dimensiones temporales y respecto a todo en general. Desconexión y supremacía. La verdadera novedad es tal porque se sobrepone a todo, sorprende, desencaja, desconecta.

Por supuesto que uno muchas veces se encuentra arrojado en este pozo del presente sin poder salir de él. El día a día te lleva a tener que rebuscártelas como puedas. Buscando el mango. Un laburo, otro. La precariedad es eso. Es no saber que va a pasar mañana, porque nada te lo garantiza. Más todavía si, por ejemplo, tenés un pibe a los 15 años. Es decir, si tenés que bancar a otra gente además de bancarte a vos mismo. Arrojado al momento.

Lo que llamamos “consumismo” no es sino eso. Momento kodak. Querer agarrar todo lo que te hace feliz y ponerlo todo junto, para mirarlo, ahí, al mismo tiempo. De los viajes, momentos. De las películas también, escenas. ¿Quién se acuerda del sentido de una película, de la sensación global?, pero todos nos acordamos de cierta escena, con cierta “fotografía”, con cierta impresión. Sea pochoclera o de las “artísticas”. Es más, a veces las películas más artísticas son más pochocleras que las más pochocleras: la desconexión entre las imágenes es tal que no podes encontrar ni medio hilo.

¿Qué tiene que ver todo esto con el cuerpo? Bueno, esta temporalidad que se manifiesta en diferentes estratos de la cultura y de la imagen es una de las tantas caras del constructivismo. El más metafísico, conceptual, abarcativo, omnipresente modo de individuarse del liberalismo. El liberal, en el fondo, es un constructivista. Y liberales no son solo los dueños de coca-cola. Pensemos en el liberalismo, como en un gran escenario en el cual uno elije ser un personaje x. Las clases populares tienen momentos de liberalismo destructivo, la idea de que el pobre es pobre porque quiere no es sino eso. Cada uno se construye su propio destino solito. La idea de que todo está construido, de que no hay nada que no sea un producto de la cultura, del discurso va de la mano con la idea de que el individuo puede intervenir en ese proceso como quiera y cuando quiera. Las posibilidades son infinitas y el único que puede hacerlo “sos vos”. Apelar a algo más que esto, a una comunidad o a algún tipo de “nosotros”, como agente de intervención, suena desubicado y, sobre todo, ingenuo. Para que un “nosotros” construya, es preciso que los individuos cedan un poco de su construcción, que sigan un proceso, un proyecto, que se dejen conducir, persuadir. Y lo único que te persuade es que son todos giles menos vos.

Todo es discurso. Si hablás de naturaleza en este contexto, sos nazi, sos biologicista, esencialista ortodoxo, sos conservador. El cuerpo es discurso. Selfmade x. El problema es que esta forma de ser progresista es bastante más statu quo que un pensamiento que se deja conducir por lo que cree que es la “realidad”. Más y más momento. La idea de que todo está construido supone la sensación de que todo se puede destruir en un instante. No hace falta apegarse a la tradición, al pasado, al mandato, precisamente porque es construido, y nosotros, individuos, lo construimos. Por eso siempre podemos empezar de vuelta.

La tiranía del momento es una forma de la antipolítica. Para pensar en empoderarse, en participar, en organizarse, hace falta salir de la inmediatez, hace falta poner las cosas en una perspectiva mayor, en un contexto más amplio, respecto al pasado y al futuro. Para pensar políticamente, hace falta pensar cómo sostener el sentido de lo común, cómo hacer para que permanezca lo de todos, para que a nadie le falte. No se trata, sin embargo, de negar el cambio. Se trata de no reducirlo a un solo momento, a una sensación fugaz o a una demanda impaciente. Se trata de encauzarlo■

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