Hacia finales de los años noventa se consolidó, en el teatro de Buenos Aires, una camada de dramaturgos, actores, y directores que renovó la escena teatral. Se trataba de una generación que auspiciaba, en su conjunto, un panorama de poéticas diversas y que tomaba distancia del teatro más didáctico y/o expositivo. Y, bajo la estela de lo múltiple, proponía nuevas formas para pensar la compleja realidad nacional.
Dentro de este grupo, podemos mencionar a Rafael Spregelburd, Alejandro Tantanián, Daniel Veronese, Javier Daulte, entre tantísimos más. Hoy ostentan una amplia cantidad de espectáculos en su haber y, en algunos casos, han tomado cierta distancia de las estéticas de sus primeros espectáculos para instalarse (ya sea por la exploración de nuevas poéticas o por el pasaje al circuito comercial) en nuevos horizontes. Aquella generación estrenó sus primeras piezas en pleno menemismo y se instaló en el campo teatral con una conciencia que podemos calificar “de notable modernidad”; veinte años más tarde, la ciudad de Buenos Aires es considerada como uno de los centros neurálgicos de teatro más relevantes en el mundo entero.
El arte lleva en su ADN este tipo de paradojas: en medio de un cambio de paradigma sociopolítico nefasto, el arte se reelabora y halla nuevas formas para expresar su saber y, así, construye un discurso coherente y reflexivo sobre la realidad. Un discurso que va más allá de lo tautológico y que opera como modulador entre aquella realidad y el espectador. Allá por el 2005, el espectáculo Harina, con dirección de Román Podolsky, actuación de Carolina Tejeda y dramaturgia de ambos, nos instalaba en el universo de Rosalía, una muchacha de pueblo que monologa sobre su quehacer doméstico. Representante del teatro argentino al que aludíamos antes, este espectáculo retrata el proceso de desigualdad social que vivió nuestro país en los años noventa. Y lo hace sin la exposición de tesis alguna, mediante un relato íntimo, minimal, para cuestionar tangencialmente la macropolítica y el aparente pensamiento racionalista que le da sustento; “el hombre no domina el mundo, lo destruye”, nos susurra la obra.
Rosalía no puede dormir. Entona una copla y luego comienza con el relato de su historia. Mientras nos cuenta su vida, Rosalía amasa. Con la harina en sus manos, hilvana una serie de acontecimientos en apariencia banales, pero que con el transcurrir de la pieza devienen en verdaderos tesoros personales, postales de una vida que, al mismo tiempo, es muchas vidas más. De a poco, como en el umbral de un sueño, el presente se transforma en pasado, y el tono íntimo, en documento de época.
El texto de Podolsky y Tejeda posee esa “melancolía cadente”, que sólo se puede materializar en la escena, en un espacio pequeño y con un público lo suficientemente acotado como para realzar su rol de confidente. La obra llegó al público y se transformó en un éxito; desde su estreno en el Teatro del Abasto, Harina fue representada en numerosas salas más, tanto en el marco de una habitual temporada o como integrante de ciclos o festivales, y culminó su recorrido el año pasado en el teatro Timbre 4. No debe extrañarnos que haya sido tan convocante, pues no sólo es una obra de calidad (lo que implicaría el éxito de decenas de obras del teatro de Buenos Aires), sino que además trasmuta en escena una sensibilidad contemporánea que, por otra parte, está imbricada en una problemática social y económica: la desidia en el sistema ferroviario argentino, un asunto que no sólo atañe a la destrucción de la red ferroviaria, que otrora conectaba el país entero, sino también al estado del sistema de trenes en general (tragedias mediante). Sin embargo, Harina hace foco en la primera cuestión y de manera sugestiva. Rosalía rememora anécdotas “de pueblo”, como la de un anciano amigo seguido por sus perros hasta la estación, que asiste al enfrentamiento de uno de ellos con una jauría poco amistosa; la espera de su padre, trabajador ferroviario, cuando era una niña y él llegaba a casa tras hacer un arduo trabajo; o la venta de su propio pan en la estación. Y, hacia el final, uno de los momentos más consolidados metafóricamente de la obra: Rosalía, con sus manos y su harina, traza aquella línea de trenes con cada uno de sus ramales que, sabemos, ya no existe más.
Más hacia nuestros días, la teatrista Vivi Tellas (creadora del ciclo Biodrama, que años atrás convocó a varios dramaturgos y directores en la Sala Sarmiento del Complejo Teatral de Buenos Aires) continúa su indagación sobre lo que ella denominó “UMF” (Umbral Mínimo de Ficción). Como coordinadora teatral del Museo Taller de Ingeniero White del puerto de Bahía Blanca, Tellas creó Archivo White, singularísimo proyecto de teatro documental en donde los trabajadores ferroviarios y portuarios construyen acontecimiento escénico a partir de sus propias vidas. Hasta la fecha, el ciclo presentó las obras Marto Concejal, con el estibador y candidato a concejal en 1992, Pedro Marto; Archivo Caballero, con el mecánico ferroviario Pedro Caballero; y Con tormenta se duerme mejor, con el marinero Marcelo Bustos, de tan sólo veintidós años en el momento del estreno. Quienes hayan visto las propuestas del Tellas (ya sea como curadora o como creadora) saben que éstas exploran a sus criaturas a partir de lo cotidiano, lo anecdótico –que a veces puede ser “exótico”, como en La bruja y su hija–, lo no excepcional. Y los que alguna vez pasaron por el Museo Taller Ferrowhite, es posible que recuerden la pulcritud de este espacio para la memoria, sus largos trayectos llenos de figuras que remiten a la iconografía de Billiken, en virtud de su función didáctica.
Pensadas en su conjunto, aquellas apuestas experimentales y la obra de Podolsky y Tejeda nos abren las puertas a un imaginario más amplio sobre el pasado, el presente y el futuro de la realidad de los trenes en nuestro país. Son espectáculos de calidad, instalados en mundos micropoéticos capaces de descifrar en escena la complejidad del mundo en el que vivimos, en donde la certidumbre cede ante lo incierto, y el supuesto “fin de la historia” se revela como un slogan vacuo ante el aplastante peso de las luchas sociales■