No tiene por qué sorprendernos que los recientes estudios de filosofía política hayan concentrado sus fuerzas en repasar los momentos en los cuales los grandes nombres de su panteón han trabajado con las formas preestatales. Los diversos acontecimientos históricos abiertos por la caída del bloque soviético en 1989 han demostrado que revisar las proposiciones referidas a esos vínculos pre-estatales puede derivar rápidamente en un posible estudio de lo que llamaremos “formas protoestatales”, ya no ligadas estrictamente a un vínculo histórico que indicaría una preexistencia a la aparición del Estado moderno, sino una forma de apuntar a las ligazones que persisten por debajo de la conformación de un aparato de Estado y que, sin embargo, si se observa con cuidado, el propio Estado administra para poder prevalecer.

No hablamos aquí de un Estado por fuera del Estado –tal como se considera, vulgarmente, al cerrado movimiento de ciertas organizaciones, como la mafia–, sino a vínculos de circulación de flujo (digamos: no solamente de dinero) considerados por el propio Estado fuera de sus “satélites” o dependencias, pero dentro de su administración, una protoforma que ya determina circulaciones sin quedar organizadas en la rígida estructura del Estado (socialista o capitalista).

El ejemplo más concreto que podemos retomar y que pertenece a nuestra historia reciente es el (aparente) surgimiento de los llamados “clubes de trueque” entre 1994 y el 2002, aunque los límites estrictamente históricos son difusos y ameritan un estudio aparte. Esos “clubes de trueque” nacieron amparados en formas de autogestión no incentivadas por el aparato estatal y fueron las principales protagonistas de reorganizar la estructura estatal desde sus operaciones políticas específicas (las asambleas barriales). La posterior consolidación de un nuevo pacto estatal a partir del 2003 con la asunción del gobierno por parte de Néstor Kirchner y continuada hasta nuestros días no pudo darse sin esta reorganización promulgada “desde abajo”, a nivel molecular, que derivó en formas molares como las del resurgido Estado. ¿Qué verdadera alternativa de izquierda o, al menos, de ciertas características progresistas, podemos señalar como posibles para tratar de escapar a esa derecha fantasma innombrable, pero tangible en sus fragmentarias apariciones que nos atosiga desde el más allá (nuestro 2015)?

Un repaso marxista

¿Cómo hacer con el Estado? Esa es la gran pregunta abierta por el siglo XX desde su propio nacimiento. En El Estado y la revolución,[1] Lenin observa que el propio Marx va cambiando su perspectiva para asegurar que el objetivo primordial de la revolución no sea apoderarse de alguna manera específica del Estado burgués por parte del proletariado, sino destruirlo. Dice Lenin: “Sin perderse en utopías, Marx esperaba de la experiencia del movimiento de masas la respuesta a la cuestión de qué formas concretas habría de revestir esta organización del proletariado como clase dominante y de qué modo esta organización habría de coordinarse con la “conquista de la democracia” más completa y más consecuente”.[2] Destruir el Estado burgués y reemplazarlo por una nueva forma propia del proletariado, ese sería el objetivo primordial que sólo el devenir histórico aseguraría. Pero en esta tarea, es necesario retomar los estudios de las formas preestatales y precapitalistas que Marx considera imprescindibles para entender la ideología burguesa a destronar. Esa misma ideología burguesa, por caso, determina que el trabajo es la verdadera fuente de riqueza del hombre y que toda forma de organización de ese trabajo (la capitalista y, por extensión, la propia forma del Estado moderno) es necesaria para mayor provecho del hombre. La crítica de Marx es implacable: “El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de los valores de uso (¡que son los que verdaderamente integran la riqueza material!), ni más ni menos que el trabajo, que no es más que la manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre”.[3] Cualquier forma de revelarse en el accionar revolucionario, para esta perspectiva, debe atender que la fuente de riqueza es la naturaleza y que el trabajo es una forma de acción (del que se deriva una forma de organización) que trata de entender la manera en que esa riqueza puede extraerse y distribuirse. Después de la destrucción del Estado burgués, lo que quedaría por hacer es revisar de qué manera se puede administrar la fuerza del hombre y la riqueza obtenida de esa fuerza ejercida sobre la naturaleza. Esa era la lectura de Marx, pero, ¿qué nos queda a nosotros?

De aquí para adelante

No podemos decir, en nuestro contexto, que el Estado ha sido “destruido” en algún momento histórico específico. Podemos decir, en lo que corresponde al último cuarto del siglo XX y a los catorce años del siglo XXI, que hemos pasado de un Estado represivo que buscó cumplir a rajatabla el mandato liberal de un mercado incondicionado a un Estado “debilitado”, reducido, que trató de cumplir el mismo objetivo, pero con un aparato represivo mucho más abstracto, digamos, que supo combinar con siniestra elegancia los golpes con las proclamas, las balas de plomo y de goma con los programas educativos, el aparato represivo con el ideológico. La crisis de 2001 cerró este proceso y permitió la reapertura de lo estatal a partir de 2003, pero en el actual clima de “cierre de etapa” puede verse aflorar violencias particulares y reclamos de represión por parte de diversos sectores sociales. A eso debemos sumar la reaparición de movimientos obreros que vuelven a recalcar el marco de lucha contra un Estado represivo (como sucede con los obreros del sector automotriz), la preeminencia de figuras represivas supuestamente progresistas como salvación de todos los males (Berni), la descentralización de las fuerzas policiales (o sea, las “policías municipales”), la resistencia a abandonar modelos represivos en la transmisión ideológica (la resistencia a la mal llamada “flexibilización” de los aplazos en la educación primaria bonaerense), etc. Todo este panorama dibuja un potente movimiento a la derecha impulsado (¿dialécticamente?) por el mal llamado giro a la izquierda del gobierno, el cual, estrictamente, nunca adoptó esta tendencia, sino que supo leer el panorama y llevar adelante políticas particulares con las cuales la izquierda se podía identificar.

Si las experiencias del 2001 demostraron la importancia de revisar las formas de organización popular para repensar un vínculo con lo estatal, quizás una lectura política y estratégica de relevancia para el actual gobierno o para cualquier postulante progresista a hacerse con él sería la de revisar los modos de articulación de esas prácticas con una organización estatal acorde. Todo el mundo lo sabe, pero nadie lo ha pensado con seriedad, y aquí está nuestra concreta afirmación: el verdadero espacio político del porvenir es la así llamada villa miseria, en donde se producen experiencias cotidianas de intercambio por fuera de la regulación estatal, algo que no tiene por qué condenar esas prácticas a la ilegalidad mientras no haya una propuesta efectiva que busque administrar esas relaciones para producir un nuevo pacto estatal. Lo que decimos no es parte de un discurso bienpensante que quiere pasar por progresista, sino que es un verdadero llamado al pensamiento crítico y político del mañana: ¿hasta qué punto se ha visto la villa miseria fuera de la máscara pequeño burguesa de la “excentricidad” (tal como lo demuestra ese tonto exotismo decimonónico que escribe “crónicas” de personas que “visitan” las villas) o del peligro? ¿No será que todo nuestro actual pensamiento en torno a las villas miserias ha estado teñido de la curiosidad sociológica-antropológica y no ha recalado en un verdadero pensamiento político? ¿Cuáles son las formas protoestatales que podemos encontrar en esos espacios y qué metodología revolucionaria o progresista puede extraerse de esa experiencia? Preguntas abiertas de quien suscribe que, tal como se sospechaba en el título y en lo escrito, solo pueden resolverse una vez entregados a la acción

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[1] Lenin (2012) El Estado y la revolución. (J. A. Alemán, Trad.), Buenos Aires: Sol 90.

[2] Ídem, p. 61.

[3] Marx, K. (2014) Antología (P. Scaron, Trad.), Buenos Aires: Siglo XXI, p. 340.

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