En este escrito voy a jugar. Y lo voy a hacer de manera muy superficial y aficionada con un par de nociones y conceptos de Ian Hacking, especialmente los desarrollados en dos obras como son La domesticación del azar y El surgimiento de la probabilidad.

Parecería que surgen desde el inicio de lo lúdico, dos funciones socialmente válidas o reconocibles del “juego”: una, la de la competencia y otra, la del entretenimiento. Por esos carriles, el juego de ganarle a otro, de mejorar  las aptitudes confronta y, de alguna manera, se opone al juego por el divertimento mismo, el juego del ocio. Este último tipo de juego es el que nos interesa como disparador crítico de funciones sociales específicas, de lo que parece no tener función social alguna. Es decir, en la segunda clasificación, el juego vendría a contraponerse a una actividad práctica, a un momento de descanso, de pausa, necesaria y fundamental para luego continuar a la actividad en serio. Nos parece por un lado, cierto y por otro, no. La función social (e individual) del juego recreativo, por denominarlo de alguna manera, comparte fundamentos con el “art pour l’art”; la pausa de una maquinaria productiva y utilitaria, para luego volver a la maquinaria, el ensamble altamente productivo ─por llamarlo de otro modo: descanso/ jornada laboral─ es el que intentamos de alguna manera significar.

El abordaje de lo lúdico sin sentido, o el juego por el juego, el no ganar a nadie, el no perder el tiempo, el juego esencial, el salir hecho y la vuelta al lugar de origen como una supresión temporal, aparece como “el juego”.

Traslademos el ejemplo a ese infante ─que con la seriedad de niño al jugar─ circula un pequeño automóvil con su mano en un mínimo camino en el arenero. Ese recorrido no tiene competencia, no quiere llegar a un lugar primero que nadie, tampoco requiere volver a una realidad donde el auto se convierte en juguete o en adorno en una estantería. Ese auto y ese camino son lo único en el mundo, giran de manera conveniente, en el sentido de la carretera trazada por el niño monarca y soberano, el niño-dios que maneja así como ese pequeño auto toda la aldea del arenero, sin relaciones de poder, sin jerarquías explicitas, sin capricho divino, sin urgencia de necesidad. Es una mera suspensión de algo que no ha empezado ni terminado, una atemporalidad finita. El niño es causa primera, motor inmóvil del auto y del microcosmos. No hay función, sino la de funcionar. Pues bien, podría remitirse aquí el auto tiene una finalidad, las ruedas giran en el sentido social, el auto estigmatizado se somete a la ruta, y no es posible rebelión de banquina alguna. El niño podría estipular reglas y direcciones, el auto puede volar en determinados momentos donde la ruta parece intransitable, pero me remito a ese sentido mínimo, microsupresión. Ausencia de todo, sin mente, sin tiempo, sin madre llamando a comer. Allí hay un algo que no funciona de manera útil. No es pedagógico, no es un receso necesario para luego volver a la tarea de matemática, no es un aprender a manejar, no son reglas de locomoción ni de física, allí lo que se siente o lo que se sentía es un instante externo de puro arenero.

Azar científico
Lo azaroso es todo aquello que no es previsible, aquello que se le escapa de las manos al determinismo. En el cosmos y el caos, lo caótico se define por oposición. El orden señala la revolución, y la excepción hace lo suyo con la regla.

Pero la ciencia probabilística comenzó a mutar a la vez que se fue pudiendo manipular, prever. Las mareas, los terremotos, las catástrofes, lo son en cuanto imprevistas. Otro tanto pasa con la lluvia y la economía. O como dice Heisenberg: “la función probabilística contiene el elemento objetivo de la tendencia y el elemento subjetivo del conocimiento incompleto”. De la ignorancia, diría yo.

Y por ejemplo: ¿Qué diablos es una corrida bancaria? ¿O es que hay un azar para algunos y para otros no? Lo milagroso también lo es en cuanto inexplicable.

El juego del azar, de lo probable, del dominio del futuro, siempre se instala en una lógica utilitarista que ambiciona domesticar. Es un momento dicotómico de lo que es en serio: el no juego. Elecciones, encuestas, casino, timba financiera, pulsiones de poder y construcciones posestructuralistas, semiestructuralistas. No es joda.

Las categorías que enunciamos aparecen como dos puntos críticos, en dos estratos bien diferenciados. El juego de la utilidad forma a la razón y a la ciencia, como una teoría de lo sumamente probable, que puede fallar. El sistema utilitarista y probabilístico cae en saco roto, cuando el caótico azar caprichoso decide que un cuervo blanco aparezca, cuando el gato muerto-vivo de Schrödinger no sale de su caja ─se queda jugando o muriendo dentro─ y cuando el átomo (inexistente) aparece como la explicación del átomo más ajustada. Ni hablar de que la mayoría de los inventos son “sin querer”.

Y en el juego sin sentido, la función social de no tener función social alguna “el juego por el juego” funciona críticamente en el otro escalón, el escalón de lo sistémico. Porque no es descanso de nada, no es pausa, no es diversión, no es ocio, es siempre otra cosa. Por suerte o gracias a Dios: desborde, excesiva onerosidad inútil, opulencia, repliegue infinito, alteridad inasible, último rincón de resistencia.  
F. N. David en su cautivante libro sobre la historia de la probabilidad, Games, Gods & Gambling: A History of Probability and Statistical Ideas (1962),  especula con el hecho de que el juego sea el primer invento de la sociedad humana. Su clave para esto es el Talus. Este aleatorizador, muy común en tiempos antiguos, es el predecesor de los dados; el “cóndilo” o taba, hueso del talón de un animal corredor, un hueso conformado de tal manera que solo puede caer de cuatro maneras al ser arrojado en una superficie nivelada. Y como este, varios ejemplos de implementos indomesticables, de los que parece deducirse que las frecuencias empíricas y los promedios deberían ser tan viejos como el rodar de los huesos.

Sin embargo las teorías sobre azar, frecuencias, apuestas y probabilidad solo aparecieron recientemente. Si bien hay varias explicaciones posibles y probables, nos inclinamos por pensar que el misticismo que comenzaba a retraerse, para la explicación del todo, la teoría del todo, la naturaleza escrita en clave matemática influyó en la enciclopedia de la vida. Y la fe en la ciencia se comió la otra fe.

Al mejor estilo de  Einstein contra la cuántica: “Dios no juega a los dados”, y la respuesta de Niels Bohr: “Einstein, deja de decir a Dios lo que hacer con sus dados”.

El juego, el arte y algunos tipos de escritura tienen en particular que, en algunas de sus vertientes, son inútiles. Esa inutilidad ontológica funciona no solo de manera impostergable, sino necesaria, pero en necesidades no cuantificables. Este texto mismo intenta, en su desvarío domesticado, escapar a una posible aprehensión como útil, como significante, como necesario y enunciarse como azaroso, casual, caótico. Pérdida pura.

Entrada anterior Heavy metal lúdico: se trata de saber jugar – Andén 88
Entrada siguiente Fichines ponjas – Andén 88

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *