El estado actual del sindicalismo argentino es el mismo que caracteriza a  numerosas instituciones políticas y económicas en la Argentina de hoy: se halla en un proceso de importante recomposición, luego del embate neoliberal al Estado de Bienestar (en el que había alcanzado su máximo apogeo) pero, a la hora de proyectarse hacia el futuro, no logra encontrar una meta decidida, balbuceando entre su aferro a concepciones pretéritas y tímidos esbozos de nuevas formas de organización y articulación con la sociedad. Así, la idea (legalmente vigente) de que la verdadera fuerza reivindicativa del movimiento obrero sólo puede desplegarse existiendo un único sindicato por rama de actividad, y una única central, convive (no necesariamente de manera pacífica) con demandas de democracia sindical y personería gremial de sindicatos y centrales efectivamente existentes, más allá de una supuesta idealidad legal.

Ejemplos de tales situaciones son, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, las disputas de los delegados del subte de AGTSyP con la UTA y, a nivel nacional, los reclamos de la CTA. Se trata de polémicas en torno al cauce legislativo que debe darse a determinadas cuestiones de hecho: ¿debe la legislación adaptarse a la (ya no tan) nueva situación sindical o debe esta última encuadrarse en la legislación vigente? Sin lugar a dudas, el intento de respuesta a esta pregunta debe surgir de lo que, al comienzo de estas líneas, decíamos que aún no se ha encontrado: una meta a alcanzar, un modelo de “sindicalismo del futuro” al que aspirar. Ahora bien, considero que la decisión en torno al sindicalismo del futuro no puede estar escindida de la decisión en torno a la sociedad del futuro que se quiere. En tal sentido, permítaseme una importante digresión, que espero se revele fructífera cuando retome su punto de partida.

Recientemente se ha sancionado una ley de matrimonio igualitario, que faculta a las personas del mismo sexo a formalizar una unión amparada por la misma legislación que incumbe a los matrimonios heterosexuales. En cierto sentido, esta ley dio cauce legal a una situación que ya se daba de hecho: el amor, la convivencia y la constitución de una familia por parte de parejas homosexuales. Sin embargo, creo que la ley no se limita a codificar jurídicamente una realidad o un estado de cosas, sino que también posee efectos sobre ellos que los transforman. Esta ley a que me refiero modifica, en primer lugar, el concepto de “matrimonio”; lo desplaza para siempre de su viejo significado etimológico (relacionado con el derecho o la función de la maternidad), pretendidamente ontológico para una cantidad importante de mentirosos, y le impone un nuevo sentido. Pero, a su vez, la ley repercute transformadoramente en numerosos ámbitos de existencia social, como el pedagógico (“ahora tenemos que enseñarle a nuestro hijos que hay gays, lesbianas, etc.”, dijo una honorable senadora); los efectos de estas repercusiones se podrán ver a mediano y largo plazo, pero sin lugar a dudas prefiguran una sociedad más democrática y tolerante, con concepciones más amplias de lo que es “natural” y “normal”. En suma, con esto quiero decir que la ley crea o ayuda a crear un modelo futuro de sociedad. Fue sancionada justamente porque mucha más gente quiere vivir en esa sociedad futura que en ésta.

  Ya hemos mencionado en esta sección el pensamiento descolonial del sociólogo peruano Aníbal Quijano. Él propone que la colonialidad es un proceso mundial de racialización e inferiorización del otro, y constituye un patrón de poder que atraviesa los cinco ámbitos de existencia social: la naturaleza, el trabajo, la autoridad, el sexo y la intersubjetividad. Así, en cada uno de estos ámbitos se suceden luchas por el poder y el control de sus recursos, y en cada ámbito existen instituciones hegemónicas, sustentadas por la colonialidad del poder. En el ámbito del sexo, al que hacíamos referencia en el párrafo precedente, el control de los recursos se halla hegemónicamente dominado por la “normalidad” del matrimonio heterosexual y la “superioridad” del hombre sobre la mujer como ideas regulativas. Por su parte, el ámbito del trabajo está controlado por el capitalismo y su subordinación del trabajo a la reproducción pretendidamente infinita del capital.

Considero que la ley de matrimonio igualitario es efectivamente una institución que apunta a la des-colonialidad, justamente porque pone en cuestión el imaginario de que existen tendencias sexuales inferiores a otras. Y considero que, en el mismo sentido, toda nueva legislación sobre la actividad sindical (como lucha de los trabajadores contra la explotación) debe igualmente apuntar a crear una sociedad del futuro en que la inferiorización del otro sea des-naturalizada. Pues la explotación capitalista no es un hecho meramente económico, sino que responde a la misma lógica que sostenía la subalternidad de las parejas homosexuales en el ámbito social del sexo. Lo que en éste determinaba que los homosexuales son inferiores a los heterosexuales, y que por lo tanto merecen derechos inferiores, en el ámbito del trabajo se repite bajo la idea de que los trabajadores son seres humanos inferiores a los patrones, por lo que sus vidas merecen ser sacrificadas en pos de la supervivencia del dios dinero. Y posiblemente también bajo la idea de que, por su inferioridad, los trabajadores no saben cuál es la mejor manera de organizarse sindicalmente para luchar por sus reivindicaciones, por lo que deben encuadrarse en estructuras ya diseñadas por hombres más sabios, superiores.

Como vemos, la lógica de la colonialidad atraviesa y comunica dos ámbitos a primera vista tan diversos como el del sexo y el trabajo. A su vez, esta relación entre los ámbitos también se vuelve manifiesta cuando los cambios en uno de ellos repercuten en el otro: la negación de la inferioridad/anormalidad de la mujer, del homosexual o el travesti en el ámbito del sexo, tiene su contrapartida en el reconocimiento de la igualdad de sus derechos laborales en el ámbito del trabajo, y viceversa.

En suma, sostengo que toda lucha recibe su legitimidad en virtud del tipo de sociedad futura que en ella se prefigura; y que si lo que se quiere para el futuro es una sociedad en que la lógica de la colonialidad (desplegada desde hace más de quinientos años sobre nuestro continente) ya no impere, el pensamiento descolonial puede hacer un gran aporte político-epistémico a esa tarea. Pues nos permite pensar que la fuerza del movimiento obrero en su lucha contra la explotación no debe provenir necesariamente de su unidad en sindicatos y centrales únicas (más allá de lo fundamental que haya sido este tipo de unificación en épocas con un empleo formal mucho más extendido), sino del reconocimiento de que esa lucha se encuentra conectada con muchas otras luchas de otros muchos ámbitos de existencia social, en tanto todas apuntan a acabar con la inferiorización de ciertos seres humanos que legitiman su dominación por otros. Tal vez, entonces, la cuestión no sea unificar institucional y legalmente al movimiento obrero, sino que éste encuentre la manera institucional y legal de articularse con todos los movimientos que disputan la hegemonía, hasta hace poco indiscutida, del patrón de poder mundial moderno, colonial y capitalista. No negamos así la idea de que la unidad hace la fuerza, sino que proponemos pensar esa unidad de otra manera, una que, creemos, puede llamarse descolonial■

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