veces nos encontramos con ideas que, ni bien las comprendemos, nos parecen a la vez obvias y reveladoras. Algo en nuestra cabeza nos dice y sí, era así de simple nomás. Y no deja de sorprendernos que alguien haya encontrado la fórmula justa para tornar evidente lo evidente.

En «Ciencia, política y cientificismo» esta experiencia se repite una y otra vez. Y aunque aquí tomaremos sólo unas pocas ideas, recomendamos, y mucho, su lectura.

 Pensado y escrito a fines de los sesenta, este libro de Oscar Varsavsky presenta un polémico programa científico-político, con el cual se intenta hacer posible la ciencia para el cambio social en la Argentina.

Para hacerlo, Varsavsky necesita, ante todo, cuestionar la concepción habitual que del conocimiento científico; aquella que denominará cientificismo. Pues según esta idea, el conocimiento científico es algo en sí neutral. La única variable que debe considerarse para evaluar la legitimidad de un enunciado que se pretenda científico es la verdad del mismo. Dicha verdad, además, tiene como característica consustancial la de ser objetiva y universal.

Pero Varsavsky necesita combatir dicha ideología, porque sobre estos supuestos la pretensión de fundar y desarrollar una ciencia argentina autónoma, que es justamente lo que él pretende, se torna un sinsentido: ¿qué puede tener de “argentina” una verdad?

¿Acaso puede haber alguna incidencia geopolítica en el problema de la verdad?

Nos dice Varsavsky al respecto: Es cierto que un teorema demostrado en cualquier parte del mundo es válido para todas las demás…Y agrega, inmediatamente…pero a lo mejor a nadie le importa.

Veamos su argumento:

¿Qué es una Física argentina, o una Sociología argentina, aparte de las aplicaciones locales de verdades universales descubiertas por esas ciencias? La ley de gravitación no es inglesa aunque haya sido descubierta allí. Lo que es verdad en Nueva York también es verdad en Buenos Aires.

Lo que ocurre – explica Varsaksky, aclarando su idea – es que la verdad no es la única dimensión que cuenta: hay verdades que son triviales, hay verdades que son tontas, hay verdades que sólo interesan a ciertos individuos (…) hay otra dimensión del significado que no puede ignorarse: la importancia.

Y concluye, luego: Y la importancia es algo esencialmente local (…) nosotros no debemos usar los criterios de importancia del hemisferio Norte. Y si usamos nuestros propios criterios ya habremos empezado a hacer ciencia argentina. [1]

En otras palabras: teniendo en cuenta que el tiempo y los recursos que se pueden destinar a las investigaciones y los desarrollos científicos son finitos, ¿podríamos aceptar como único parámetro legítimo de decisión sobre lo científicamente viable a la verdad? Varsavsky entiende que no.

Pero esto no es todo el problema con la verdad, al menos no para nosotros. Porque el proyecto científico-tecnológico que encarna la modernidad en sus muchos y múltiples modalidades y agentes – entre los que debemos contar, sin dudas, a los promotores del cientificismo – hace de lo verdadero uno de sus principales instrumentos de dominación. Tornando lo verdadero un fetiche abstracto, nos dispone a aprobar cualquier enunciado por el simple hecho de corresponderse con determinados hechos. Se imposibilita, con ello, la pregunta por el significado cabal de los mismos. Lo verdadero entonces, no nos permite ver lo importante. Y eso ya está en nuestras subjetividades. Y contra ello debemos combatir.

En ciencias no faltan quienes suponen que preguntar en qué sentido la actividad de nuestros científicos, intelectuales, investigadores – por más “verdaderas” que sean sus conclusiones – contribuye, o no, al mejoramiento de nuestras vidas; implica confundir distintos planos: se mezclaría allí lo que debe quedar dentro del pensamiento propiamente científico con aquello que debe quedar por fuera. Así, imaginando supuestos límites entre contextos de descubrimiento y contextos de justificación, maquinando arbitrarias fronteras que separan la historia interna de la ciencia de la historia externa; los cientificistas instalan la idea, abstracta y funcional, de que la de la ciencia es una esfera de sentido autónoma.

Pero esta autonomía es muy distinta a la que tiene en mente Varsavsky; la del cientificista es una falsa autonomía. Pues del hecho que la ciencia no se pregunte por sus fines no debemos deducir que no los tenga, sino más bien que estos les serán asignados desde otra parte. Y esa otra parte, de la cual la ciencia es parte, es ni más ni menos que el tipo de sociedad imperante, el sistema vigente.

La ciencia actual, al no preguntarse por sus fines, sólo adopta acríticamente los de este último.

Ahora bien, los fines de éste sistema no son, ni deben, nuestros fines. Por eso tampoco el concepto de ciencia que le es funcional puede ser nuestro concepto, si queremos cambiar dicho sistema. Necesitamos otro. Y no han de caber en él tan sólo las pequeñas triviales verdades que se refieren a lo que efectivamente hay, por más exactas que resulten sus formulaciones, por más cuantificables y definibles. Triste positivismo. La nuestra ha de ser la verdad grande que niega lo existente y lo trasciende, verdad grande de lo que debiera haber, de lo que hubo y de lo habrá de haber. Un concepto y una acción en donde quepan sólo las verdades importantes para el cambio de sistema.

Necesitamos, entonces, tal como explicaba Varsavsky, una ciencia politizada alternativa; y agregamos aquí nosotros, una ciencia descolonial.

Una compleja lucha de liberación debe librarse en este preciso y precioso terreno. Pues tal como asegura nuestro autor, en pocos campos es nuestra dependencia cultural más notable que en éste, y menos percibida. Esto ocurre en buena parte porque el prestigio de la ciencia (…) es tan aplastante, que parece herejía (…) dudar de su carácter universal absoluto y objetivo.

A fines de los sesenta, Varsaksky señalaba que no existía una ciencia de las relaciones coloniales, y que debido a ello se seguían aplicando análisis hechos esencialmente a principio del siglo XX. De este modo, se operaba con una falsa imagen de lo que implicaba en aquellos días ser un país dependiente. Incluso losbienintencionados, con un mal diagnóstico, concebían malas recetas para la cura. Les faltaba, pues, tomar en cuenta la especificidad del momento histórico en el cual se realizaba efectivamente la colonización. Los mecanismos eran otros.

Y los mecanismos son otros.

También el cambio social, abordado científicamente (desde un concepto de ciencia otro, por supuesto) requiere un pensamiento situado que asuma la singular expresión local de los fenómenos globales: porque es tan ingenuo creer que el capitalismo no opera en todas las partes del mundo, como pretender que lo hace en todas partes de igual modo.

El énfasis sobre las condiciones locales es, dirá Varsavsky, esencial.

Ahora bien, podemos hallar en este autor una inspiración y un antecedente en el campo de las ciencias para el pensamiento descolonial, que nos ocupamos de difundir cada quincena en este espacio: Compartimos una misma percepción e idénticas preocupaciones; e intentamos elaborar, como aquél, un marco teórico que permita comprender la lógica y los procesos por los cuales se realizan hoy las imposiciones imperiales en los distintos ámbitos de nuestra existencia, para poder combatirlas, para lograr, al fin, liberarnos■

 


[1] VARSAVSKY, Oscar. Ciencia, política y cientificismo. Buenos Aires, CEAL, 1969. Pp. 42-43.

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