«Con hambre no se puede pensar”. La frase, se sabe, está hecha. Más aún: recontrahecha. Tanto que quien intente decir algo más en torno a ella es o un redundante o un malintencionado. Al fin de cuentas, ¿quién podría – con un mínimo de sensatez – cuestionar el sentido de dicha sentencia? No obstante, con menos que un mínimo de sensatez, aquí queremos preguntarnos al respecto: ¿qué es lo que supone esta frase? ¿Qué es lo que produce?

 En primer lugar, la sentencia parece poner en juego dos dimensiones: una necesidad y una posibilidad. El hambre en su dimensión biológica vendría a funcionar como impedimento del pensar en tanto que posibilidad central de la cultura humana. O siendo más positivos: la alimentación sería una de las condiciones del pensar. Y, ojo, no porque la posibilidad de pensar en sí le esté vedada al hambriento, sino porque en esas condiciones sólo puede pensar en una cosa, a saber, en comer. Su horizonte se achica. Es lógico: primero lo primero. Así, los grandes temas de la vida, incluso aquellos relativos a las causas de su hambre, quedarían por fuera de su interés.

Lo dicho: con hambre no se puede pensar.

En su dimensión institucional, cabe suponer que si se va a la escuela, entre otras cosas, a pensar, entonces, de quienes llegan y permanecen allí con hambre, no cabe esperar tal hazaña. No es posible pensar con hambrientos, porque con hambre no se puede pensar. Simple.

Y, ojo, no decimos que no se quiere o no se debe pensar. Ni la voluntad ni el derecho intervienen en el sentido de esta frase. Quizás por eso sea tan fácil ponerse de acuerdo al respecto. Estamos frente a la imposibilidad misma, en tanto el sustrato es biológico. El asunto no es opinable.

¿O sí? ¿No será social este asunto? ¿Político, tal vez?

Si así fuera, podemos preguntarnos lo siguiente: ¿podría ocurrir que frases tan pero tan hechas que suponemos de raíz profundamente politizada y, por qué no, politizante, que incluso afirmamos con vocación crítica, bienintencionada de veraz, terminen por anular cualquier posibilidad de política emancipadora real, es decir, “desde abajo”? Esta es, por cierto, nuestra inquietud.

Si con hambre no se puede pensar, ¿será posible pensar con frío? ¿Acaso con humillación se puede? Con odio, ¿vale? ¿Sin casa? ¿Sin causa? ¿Con causas?… En suma, ¿cuáles son las condiciones del pensar? ¿Quién las establece? ¿Quién las piensa?

 Entendemos que definir cuáles son las condiciones desde las cuales se puede, o no, pensar es una problemática de raíz profundamente descolonial. Como se sabe, en la modernidad capitalista se ha establecido un nexo de hierro entre pensamiento y libertad. Paradójicamente, se ha cerrado el círculo del progreso lineal. Y se lo ha hecho permitiendo que el orden de las causas y el de las consecuencias se torne inexpugnable. En última instancia, quien no puede pensar no puede ser considerado libre, y viceversa: si no es libre, es porque no puede pensar. Este último desplazamiento además de bastante sutil es totalmente legítimo. Dentro de esta lógica moderna, claro.


Un esclavo no puede pensar porque no es libre; y no es libre porque no puede pensar. Un pobre no puede pensar porque no es autónomo; y no es autónomo porque no puede pensar.

En Piel negra, Máscaras Blancas, Frantz Fanon parece haber entrevisto la dialéctica que ampara en este juego de condicionales cruzados, pero tal vez no supo escapar de ella. En el libro afirmaba que era falso sostener, como hacían algunos psicólogos, que el negro hubiese sido colonizado por su complejo de inferioridad frente al blanco. Todo lo contrario, afirmaba: el complejo de inferioridad era el resultante de la colonización, no su causa.

Pero el reverso de una frase moderna – por la cual se legitima la dominación en ciertas cualidades innatas al dominado (ignorancia, inferioridad, ingenuidad, etc.) – no es de por sí liberador. Es algo “mejor”, sin dudas. Pero al asumir como factum dicha ignorancia, dicha inferioridad, aunque sea explicada sobre la base de ciertas condiciones sociales, no se tocan las reglas del juego. A lo sumo, las pone retóricamente en contra de quien las inventó. Pero son las mismas. Unos ganan, otros pierden.

 La tía Prudencia aún nos sigue señalando que quien no tiene nada, antes de preguntarse por el Todo, debe preocuparse por tener algo. Hay condiciones sociales que hacen a las posibilidades del pensar, y son las mismas que hacen a las de no pensar. Hay condiciones biológicas, a su vez, que nos definen las posibilidades mismas de lo social.

Doble reducción, entonces: de lo político a lo social, de lo social a lo biológico. ¿En qué medida hemos cumplido con las necesidades biológicas básicas como para empezar a preocuparnos por todo lo demás? Esta pregunta, nos parece, solo puede encerrar respuestas tristes.

 Quienes antaño sostenían el voto calificado, suponían algo muy parecido: no es posible pensar más allá de sí mismo, es decir, lidiar con lo universal, si antes no nos hemos ganado a nosotros mismos. Por eso, quien depende de otro para vivir, depende de otro para pensar, y, por lo tanto, para elegir. A su vez, quien piensa por otro, no es autónomo. Y quien no es autónomo, en verdad, no piensa. El círculo, nuevamente.

En este punto, al parecer, la frase “con hambre no se puede pensar” no esté exenta de cierto sustrato ideológico presente en frases como “sin casa no se puede votar”, “sin estudios no se puede gobernar”.

Tampoco las interminables discusiones en torno al clientelismo político escapan a este encuadre. ¿En qué supera un auto-convocado a quien va por «el chori» a la plaza? En autonomía; es decir, en libertad, en que puede pensar. O, en otras palabras, en que no es pobre.

Que un conservador de derecha adhiere a esta lógica, no hay ni que decirlo.

No obstante, que buena parte de las políticas progresistas suelen estar, también ellas, presas de esta lógica nos resulta más preocupante. Pues también ellas parecen suponer lo mismo que sus adversarios, es decir que con hambre no se puede pensar. Solo que (y no es poco, esto también lo sabemos muy bien) se esmeran en cambiar las condiciones, para que, luego, sí se pueda. Desnaturalizan la explicación, socializan la causa. Perfecto. Pero, quizás, no invalidan la evidencia de fondo: están los que pueden y los que no pueden.

 Si el pensar es para quienes pueden pensar, entonces los hambrientos tendrán primero que resolver los problemas del estómago, y recién luego, sumarse a nuestras reflexiones. Pero, claro, tendrán que resolverlos sin pensar, porque eso viene después. Hasta entonces, seguiremos pensando en ellos, por ellos.

Amén■ 

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