En la provincia de Catamarca se extiende de sur a norte la Sierra de Ancasti. Subiendo la Cuesta del Portezuelo con dos horas de micro ya está uno arriba. Desde allí se ve el amplio valle donde se construyó la capital provincial, rodeada de todos los verdes, algarrobos y cardones de los cerros más bajos. A medida que se va subiendo, se siente el cambio del clima: el aire fresco y limpio y una calma de árboles y cuarzos que te van despojando del calor y el movimiento de la ciudad.
Ancasti en quichua quiere decir “nido de águilas”. Esta tierra, habitada por los pueblos diaguitas y calchaquíes, tuvo gran resistencia a la invasión colonizadora. Luego, en la época de las guerras de la independencia, se desarrolló la platería y la ganadería que proveía de cueros y animales para las campañas.
En esta tierra se cultivaba y se cultiva aún hoy maíces criollos, trigo, frutales, nogales aunque sus pobladores reconocen que antes la tierra daba más, además de que muchos productores (grandes y pequeños) emigraron a la ciudad. También se crían ganado vacuno y cabras para carne y se elaboran los sabrosos quesillos de cabra.
La cría del ganado vacuno puede ser entendida como un arquetipo que refleja los valores y el orgullo ancasteño. Los animales se crían sueltos: no hay prácticamente alambrados, las vacas comen del pastoreo y beben el agua de los ríos superficiales y de las vertientes de agua que son los espacios por donde las aguas subterráneas emergen a la superficie. Dicho así, pareciera un paraíso… y lo es, pero es un paraíso que requiere esfuerzo para vivir.
El ganado criado “a campo”, es mucho más salvaje, menos manso que el que se cría encerrado en corral en la pampa húmeda. Cuando van a carnear un toro o una vaca, van de a caballo de a dos, con sogas y perros para enfrentar la fiereza de esos animales. Los paisanos se internan en el silencio del monte, por entre los árboles y las quebradas, toda la tarde en búsqueda del animal. Andando a caballo ven la puesta del sol, escuchan los pájaros, los ríos. Esta tarea, propia de los hombres, es al mismo tiempo un gusto y un orgullo.
Las mujeres, por su lado, se dedican a la cría de las cabras. De día las dejan sueltas, pero al atardecer se las pone en el corral para que no se las coma el zorro. Y si se pierde una ¡a buscarla! caminando entre los desniveles de las quebradas, quién sabe cuánto trecho, hasta dar con el animal. Claro que dar con ella no significa que la lleguen a pillar, por lo que habrá que volver al día siguiente.
Vivir allí implica el valor del “ser guapo”, mujeres y hombres de trabajo rudo. Ser guapo para el ancasteño anciano de hoy significó también parir sin hospital, ir a la escuela a caballo atravesando ríos, cargar el agua hasta la casa con balde más de cien metros, sembrar al sol, pasar los tres meses de sequía, con la amenaza de que se mueran los animales y la pérdida de la cosecha que brinda el alimento de la mitad del año.
En los recorridos por el monte, uno se puede encontrar con las siluetas de antiguas terrazas de cultivos, morteros a la vera de los ríos, los llamados petroglifos: elementos todos que remiten al cruce del indígena en la cultura criolla, a la mezcla de indígenas con españoles.
Una tarde, los pequeños productores de la zona se habían reunido en el marco del trabajo con el Programa de Apoyo a la Agricultura Familiar de la Nación. El programa se orienta a una diversidad de formas de vivir y producir acorde a la cultura de cada región. En esa jornada, se proponía trabajar la construcción de la identidad de los productores, en torno a la reflexión de las categorías propuestas por las definiciones institucionales de lo que es ser productor.
Un anacasteño leyó un fragmento del documento: –“…los destinatarios del programa son los pequeños productores, pequeños propietarios de tierra, pueblos originarios…”. Al leer esto, se le hizo un nudo en la garganta mientras tragaba saliva. Y una mujer, doña Alcira, que lo escuchaba también se quedó extrañada, mezcla de vergüenza, asombro y desconcierto.
Creo que los interrogantes que atravesaron ese instante fueron ¿quiénes somos? ¿Somos esos “indios” que todos marginan? ¿Somos “los serranos”, como nos llaman a los ancasteños despectivamente los pobladores de la Ciudad? ¿Somos los brutos que trabajan la tierra?
Ese nudo de silencio se aflojó cuando el hombre finalmente dijo: -Y sí, si somos indios… hay que reconocer.
Históricamente en nuestro país, las elites dominantes han negado el aporte nativo a la cultura criolla, decretando la estigmatización y el olvido. Ejerciendo la persecución y el despojo de sus tierras. Este discurso, pretende instalar una supuesta pureza europea como sentido común y como única cultura existente. Aunque los matices de la piel, los nombres nativos de los árboles, los morteros, los petroglifos y las terrazas de cultivo nos abran preguntas sobre el quiénes somos y de qué está hecha esta tierra. Los mayores ancasteños han vivido el estigma de tener sangre de aquellos designados como bárbaros.
Ese mismo año, en el marco de trabajo del mismo Programa, un grupo de jóvenes ancasteños se dieron un nombre en quichua para referirse a ellos mismos. Este hecho tan pequeño, es una grieta que se abre desde el estigma, hacia una recuperación de la memoria y del orgullo.
Tal vez este relato sea una mera poesía ante el problema concreto del acceso a la tierra y a los recursos productivos para el sostenimiento y ampliación de esta forma de vida. Este asunto ya fue planteado por Juan Carlos Mariátegui en 1928 al afirmar que:
Es decir que la cuestión de la identidad no se agota en el planteo cultural, en la recuperación del origen. Menos cuando vemos que tras ese discurso constantemente se avasallan los derechos de las pequeños productores con el avance de la soja y el modelo de los agronegocios.
No obstante, esto nos permite avizorar algunos caminos que se abren paso ante los olvidos que pretenden perpetuarse■