Prometeo: Sí. Hice que los mortales dejaran
de pensar en la muerte antes de tiempo.

Corifeo: ¿Qué solución hallaste a este mal?

Prometeo: Albergué en ellos la ciega esperanza”

Esquilo. El Prometeo encadenado

Los climatoquietistas

Escena 1: Una casa, en un barrio cualquiera de un país cualquiera. Sus habitantes duermen. La casa se empieza a incendiar. Suena la alarma, los habitantes se despiertan, ven el fuego y salen rápidamente de la casa para protegerse y llamar a los bomberos.                

Escena 2: Una casa, en un barrio cualquiera de un país cualquiera. Sus habitantes duermen. La casa se empieza a incendiar. Suena la alarma, sus habitantes se despiertan, ven el fuego, se miran entre ellos, nadie pierde la calma. Vuelven a la cama y se acuestan a dormir mientras se dicen: ya se apagará.

Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de posiciones apocalípticas es uno de los últimos libros del filósofo y antropólogo Bruno Latour. En este contundente ejercicio pensativo de 350 páginas, Latour reflexiona sobre algunas de las preguntas más paradójicas de nuestra época en relación al cambio climático. En esas páginas, Latour empieza por una distinción interesante. Por un lado, están los “climatoescépcticos” o “climatonegacionistas”, aquellos que desde posiciones fanáticas niegan la idea misma de “cambio climático”; y por otro lado, están los “climatoquietistas”. Para el autor, parece que esta segunda posición está muchísimo más difundida en el mundo, bajo la forma de una suave locura que podríamos calificar de quietista, en referencia a esa tradición religiosa cuyos fieles dejan en manos de Dios el cuidado de su salvación. Los climatoquietistas viven, como en un mundo paralelo donde han desconectado todas las alarmas de incendio, ningún anuncio estridente los fuerza a abandonar la blanda almohada de la duda: “Ya veremos. El clima siempre ha variado. La humanidad se las arreglará. Lo importante es esperar”. Los climatoquietistas son los personajes de nuestra Escena 2.

Lejos de nuestras escenas ficticias, los climatoquietistas habitan este mundo. Por ejemplo, la provincia de Catamarca, tal como lo define su eslogan de gobierno, es principalmente una provincia Minera. Una provincia que en los últimos 30 años transformó todo su modelo productivo en relación a la extracción de minerales. Ese modelo ha tenido dos grandes hitos. Por un lado, minera La Alumbrera y, por el otro, los salares en Antofagasta de la Sierra. De acuerdo con las cifras de extracción de oro y litio que se han producido en ambas, Catamarca debería tener una de las economías más ricas del mundo. Sin embargo, es de las más pobres dentro de un país donde la pobreza es de carácter histórico, estructural y progresivo.

De un lado de la moneda ni progreso ni modernización ni riqueza ni igualdad de oportunidades; ninguna de las promesas de la economía basada en la extracción de minerales se ha vuelto real, ninguna. Del otro lado de la moneda, se encuentra el impacto ambiental. En 30 años de actividad productiva todos los pronósticos que anticipaban desastres ambientales se cumplieron a rajatabla. La deuda y el pasivo ambiental generado por Alumbrera son indescriptibles. El último y más notorio es el triste ejemplo del rio Trapiche que bordea el Salar del Hombre Muerto, el cual fue totalmente secado por la empresa Livent, que busca ahora, realizar un acueducto de 30km para secar una de las fuentes principales de agua de toda esa región[1]. Sin embargo, los climatoquietistas no se inmutan y las preguntas persisten: ¿Por qué no hay una rechazo mayoritario y definitivo a la economía basada en la extracción de minerales en Catamarca? ¿Por qué no un definitivo “No a la mina” como en Esquel o un hito histórico como el reciente en Mendoza en defensa del agua? ¿Por qué incluso ahora, con una pandemia que expone crudamente los efectos de la economía extractivista no hay un mayoritario rechazo a los proyectos mineros? ¿Por qué cuesta vincular la minería como modelo productivo a las terribles transformaciones climáticas? ¿Existirá una suerte de climatoquietismo económico?

Para todas estas preguntas, los climatoquietistas tienen una misma idea-sensación-certeza: no hay que preocuparse del cambio climático. Sea porque sus predicciones son ciertas y ya es demasiado tarde, sea porque el enemigo es tan grande, tan complejo, tan inderrotable que más vale disfrutar nuestros últimos días de vida, sea porque a los problemas ambientales generados por nuestra sociedad los podemos resolver con las mismas herramientas de nuestra sociedad (más tecnología, más modernización, más economía, etc.), sea porque el calentamiento global es una exageración paranoica o un complot, todas las posiciones confluyen en el mismo lugar: la inacción, “aquí no hay nada que hacer”.

Imaginar lo inimaginable para hacer de lo inentendible algo entendible

Una de las mayores riquezas del libro radica en los giros imaginarios que despliega el autor para comprender esta “nueva” época. Una de las notas interesantes que apunta Latour es salir de la idea de “crisis” para enfrentar este momento. Para él, las transformaciones (destrucciones) que suceden en nuestro planeta no pueden ser comprendidas en términos de una “crisis ecológica”. La idea de crisis refiere a un momento, un episodio. Una crisis es el tránsito entre dos estados normales, una crisis no puede ser por definición algo permanente. Una crisis es algo que pasará. Por el contrario, para Latour, lejos de una crisis ecológica nos encontramos frente a “una profunda mutación de nuestra relación con el mundo”. Y esta mutación no es pasajera, es y será definitiva. ¿Podemos imaginar ese cambio, esas nuevas relaciones con el mundo? ¿Cómo explicar esta mutación? Aquí aparece uno de los ejes del libro. Latour propone redefinir por completo nuestra comprensión de “La tierra”. En términos filosóficos recupera décadas de discusión sobre la división Naturaleza/Cultura que son imposibles de recuperar aquí, pero hay una idea que por sí misma sirve para movilizar nuestra imaginación. La historia de la ciencia ha tenido varios hitos donde hemos cambiado radicalmente nuestros paradigmas, tal vez el giro copernicano sea el más notorio. Hoy, nos encontramos ante la necesidad de un nuevo giro radical, comprender que la Tierra no solo se mueve, sino que también se conmueve. La tierra, al igual que los humanos tiene agencia, tiene potencia de actuar. Y esa potencia, no es solo reacción a lo que hacemos los humanos, no, la tierra actúa con sentido propio. He aquí la necesidad de un giro imaginario: ¿Cómo hablar de la tierra sin tomarla como a un todo ya compuesto, sin atribuirle una coherencia que no tiene y, no obstante, sin desanimarla [sin quitarle la agencia] haciendo de los organismos que mantienen viva la fina película de las zonas críticas unos simples pasajes inertes y pasivos de un sistema físico-químico? ¿En qué sentido puede decirse que la tierra es retroactiva a las acciones colectivas de los humanos?

Para Latour, adentrarse en estas preguntas implica repolitizar por completo nuestra concepción de la ecología. Saber qué significa esa repolitización implica sumergirse de lleno en las páginas de este maravilloso libro. Tarea que bien puede ser un desafío para al lector climatoquietista.

¿Por qué una política de la desesperanza?

 Hemos dicho que la inacción es lo que define a los climatoquietistas y, para Latour: “Es precisamente porque el carácter evidente de la amenaza no nos hará cambiar, que hay que aprestarse a rehacer la política”. Y para rehacer la política, hay que destruir al mayor aliado de la inacción O, como lo dice Latour: “El enemigo de la acción es la esperanza, esa esperanza inalterable de que todo irá mejor y que lo peor no siempre es seguro”. Antes de emprender lo que sea, debemos arrancar de raíz la esperanza de nuestro marco de vida desesperadamente optimista. Es una época (y Latour escribió esto 6 años antes del bendito coronavirus) donde ya no tiene sentido alguno transportarse en sueños sin obstáculos y sin justificación. Los humanos estamos shockeados, el planeta ya no es un vasto e inabarcable espacio, portador de un tiempo eterno. La tierra ya no es ese terreno infinito por explorar, nada de eso. La tierra se vuelve cada vez más chica y nosotros cada día nos encontramos más prisioneros dentro de su minúscula atmósfera local. Nuestra casa global se incendia, se inunda, se pandemiza, se vuelve cada día más inhabitable y, sin embargo, miles de personas día a día vuelven tranquilos a dormir a su camas.

No obstante, abandonar la esperanza no es abandonar la lucha, no es renunciar y quedarnos a ver cómo se incendia nuestra casa mientras nosotros dormimos en ella. Todo lo contrario. Construir una política de la desesperanza implica traer el futuro al presente. Abandonar las idea de apocalipsis y catástrofes. Una política de la desesperanza significa volver a la acción, recuperar la acción. No quedarse en casa mientras ella se prende fuego, sino salir a buscar las respuestas colectivas para apagar el incendio.

Porque mientras los climatoquietistas esperan en la inacción, la tierra se mueve, planifica y agencia su supervivencia; los microorganismos, los virus, los grandes mamíferos, la Antártida y los polos, el Amazonas y los desiertos, cada mar y cada río, todos y cada uno de ellos está moviéndose, calculando sus estrategias, pensando sus próximos pasos. ¿Sabremos aprender a tiempo a construir las nuevas relaciones con el mundo que está mutando? ¿Será realmente una guerra o buscaremos la colaboración de especies y mundos para modos de vida armónicos entre nuestros sentidos humanos de existencia y pertenencia y los sentidos naturales de existencia y pertenencia de cada bios que habita este planeta?

Para finalizar: ¿Habrá tenido razón Prometeo? ¿Será la ciega esperanza el terrible regalo que nos impida ver la muerte a tiempo?


[1] Una investigación detallada de este suceso está pronto a ser publicar en el Informe Anual 2020 de la Fundación Argentina Recursos Naturales.

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