Cuando se habla de obediencia, se habla de una situación en la que el mandato aparece como máxima de conducta en total ausencia de una evaluación moral por parte del sujeto obediente. Esta figura del individuo obediente reviste de sumo interés en el contexto histórico del régimen nazi respecto de las fuerzas impulsoras que llevaron a los alemanes a participar en el desarrollo del exterminio masivo de judíos. La interpretación más común para explicar esto suele ubicar como causa única el surgimiento de un plan pensado y orquestado por Adolf Hitler desde los inicios de su carrera política y, en su persona, como líder liberador de un antisemitismo exterminador propio de la singularidad histórica de la sociedad alemana. Los debates historiográficos en torno al Holocausto permiten plantear algunos reparos respecto de esta conclusión, considerada en algún punto simplista y teleológica por tomar como punto de partida a Auschwitz. Este artículo tiene el propósito de recorrer algunos aspectos que permiten descifrar la incógnita de cuáles fueron esas fuerzas impulsoras y cómo se originaron. Uno de ellos proviene de una perspectiva marxista y permite advertir la herencia sistémica de ciertas transformaciones de la sociedad moderna en los métodos de organización, concentración y aniquilación llevados a cabo por el nazismo. Desde un enfoque estructuralista y sociopsicológico es posible ampliar el espectro de responsables al tener en cuenta los factores y reacciones contextuales y situacionales que dan cuenta del desarrollo de un proceso de radicalización que derivó en la Solución Final.

Auschwitz y el producto de la civilización occidental
El tipo de guerra expansionista y de exterminio nazi tenía su precedente en las incursiones imperialistas de las potencias mundiales de fines de siglo XIX. Estas solían demarcar ciertas cuestiones vinculadas con la idea de superioridad racial y cultural que preveía el avance sobre un “espacio vital” extraeuropeo bajo formas de conquista colonizadoras, civilizatorias y de exterminio. La justificación para llevar a cabo estas acciones provenía una postura positivista, malthusiana y biologicista que abría un juicio sobre los territorios por conquistar. Esta se sustentaba en el derecho de supervivencia de la cultura occidental sobre pueblos considerados salvajes y de raza inferior. La expansión nazi se regiría por los mismos métodos utilizados por las potencias europeas en África y Asia; pero, a diferencia de sus pares, lo haría en el interior del continente europeo. Este lebensraum alemán −“espacio vital” − estaba en estrecha relación con un proyecto que tenía como objetivo la conquista del este europeo, la eliminación de la Unión Soviética y del comunismo, la dominación de los eslavos en condiciones de esclavitud y la reubicación de la población judía fuera del territorio europeo, que en el contexto de guerra se convertiría en exterminio.

Por otro lado, los campos de exterminio nazi respondían también a una serie de transformaciones de la sociedad moderna. La serialización de las prácticas de la muerte puede rastrearse ya a fines del siglo XVIII en la sustitución del verdugo del Ancient Regime por la guillotina de la Revolución Francesa. Esta nueva situación reemplazaba a la muerte como espectáculo por un nuevo procedimiento impersonal, rápido y eficaz que combinaba la mecanización y la ejecución en serie. Por su parte, el rol de la cárcel moderna y del auge de la fábrica, en plena expansión de la revolución industrial, promovía la necesidad de un modelo organizacional y de disciplinamiento de los cuerpos, que tenía como objetivo final la creación de un ejército industrial sumiso. Las formas de producción en serie fordistas y de organización del trabajo tayloristas, propias de un sistema industrial moderno, terminaron desarrollando un modelo de trabajador atomizado que realizaba su tarea sin conciencia ni conocimiento del objetivo global de la producción. La analogía con los campos nazis se hace presente al trasladarse en estos las similitudes como centros punitivos y de producción, pero que se diferenciaban en el objetivo final de disciplinamiento, en unos, y de exterminio, en otros. Así, para todo el proceso de captura, traslado, preparación, expoliación y, finalmente, destrucción de los restos de las víctimas de las cámaras de gas, se habría necesitado de una sucesión de tareas fragmentarias realizadas por distintos actores que formaban parte de los engranajes de un mismo organismo social estructurado a partir de una administración racional burocrática –“asesinos de escritorio” −, análogo a la de cualquier procedimiento empresarial industrial moderno.

El contexto situacional
Se puede afirmar que el objetivo nazi hacia 1939 consistía en la deportación y reubicación de los judíos fuera del territorio europeo. Este plan, que siguió durante un tiempo de iniciada la guerra, presentaba ciertas dificultades para su implementación debido al aumento en la cantidad de judíos deportados hacia los territorios del este de Europa, producto de la expansión alemana. La búsqueda de una solución para estos impedimentos habría provocado una serie de acciones autónomas que iniciarían un proceso de radicalización sobre los judíos deportados. Si bien estas iniciativas daban cuenta de un período experimental en la matanza de judíos y prisioneros soviéticos, para hablar de la sistematización del exterminio masivo será necesario esperar a la puesta en marcha de la “Acción Reinhardt” en mayo de 1942, con el desarrollo de las cámaras de gas en los campos de exterminio Belzec, Sobibor, Treblinka, Majdanek​ y Auschwitz- Birkenau.

La llegada a ese desenlace se da en un contexto de guerra total que se inicia con la Operación Barbarroja, la cual va a ser planteada bajo la idea de una Blietzkrieg (guerra relámpago) contra la Unión Soviética hacia mediados de 1941. Un escenario poco favorable para Alemania, por la prolongación de la guerra en territorio soviético como por el ingreso norteamericano en el conflicto mundial traería reminiscencias de una guerra larga y con una posible derrota. Se generaba una situación análoga a la de la Alemania Imperial en la Gran Guerra y es por ello por lo que este recuerdo comenzaría a modificar la visión alemana sobre la guerra −sobre todo en el pensamiento de Hitler− para plantearse en términos de lucha por la existencia. Desde la óptica de Hitler, la figura del judío empezaba a cumplir un doble rol como responsable tanto en el liberalismo norteamericano como del bolchevismo soviético en el objetivo de eliminar al nacional socialismo y al pueblo alemán. Comienza a hacerse presente un pensamiento de fines de la década del treinta: una venganza radical si existía la posibilidad de la derrota. Esa eventualidad, cada vez más patente, y los recuerdos recientes de la primera guerra creaban las bases sobre las que se asentaría una venganza anticipada en la que el aparato del régimen endurecería los elementos ideológicos y fortalecería su indiferencia moral. Es en esta coyuntura que aparece, entonces, una intención clara de eliminación gradual de todos los judíos de las zonas ocupadas y que se dejarían de lado los planes de reubicación territorial; lo que daba paso a la sistematización del extermino que se pondría en marcha hacia la segunda mitad de 1942, en lo que se conoce como la Solución Final. 

Las fuerzas impulsoras
La presentación del antisemitismo como singularidad alemana y como único factor motivacional del exterminio de judíos suele ser discutida por algunos historiadores que sostienen una visión más global. Estos afirman que la historia del antisemitismo en Alemania presenta una variedad de formas que terminarán institucionalizándose y dando pie a la persecución sistemática a partir de 1933. Así, previamente se puede hablar de un antisemitismo xenófobo, y a la vez minoritario, surgido a fines del siglo XIX, que derivaba de un conservadurismo que rechazaba todos los elementos de la modernización −liberalismo, democracia, socialismo− a los que se identificaba con los judíos y que consideraban una amenaza para Alemania. Pero también provenía del rencor hacia la comunidad judía por la movilidad social ascendente alcanzada por esta, gracias a las reformas prusianas de principios de ese siglo.1 Este antisemitismo xenófobo habría sido la base sobre la que se asentó un antisemitismo que presentaba al judío como una amenaza letal y activa para todas las naciones, para la raza aria y para el pueblo alemán. Es decir, la creación de mito movilizador basado en el peligro de la judería europea que sería desplazada gracias a la liberación que prometía la figura de Adolf Hitler. Sin embargo, el crecimiento del nazismo no está vinculado necesariamente con el antisemitismo. Su tratamiento disminuía en épocas de elecciones, previas al ascenso del nazismo al poder, lo que demostraría que no era un tópico recolector de votos. Sí, en cambio, habrían sido las experiencias traumáticas en Alemania entre 1914 y 1929 −la derrota de la Primera Guerra Mundial, el peligro rojo del 18, inflación desmedida en la década del veinte, y el colapso económico del 29 − las que hicieron crecer y permitir el acceso al poder de un “antisemitismo redentor”2 de la mano del nazismo. Por ello, no debe vincularse de manera automática el ascenso del nacionalsocialismo con la atracción al antisemitismo que habría tenido el pueblo alemán, sino con la atracción que tuvo éste hacia el nazismo como movimiento que proponía una tercera posición ante el liberalismo y el socialismo. Fue el antisemitismo, entonces, un factor necesario, pero no suficiente y jugó sí un papel integrador que unificó diversos elementos ideológicos mediante un objetivo común que fue el odio a los judíos. Entre esos factores estaba la negación a aceptar el veredicto de la Primera Guerra Mundial, las nociones de superioridad racial y el anticomunismo. Por eso, ese odio a los judíos servía a un régimen que era dependiente de un mito movilizador dirigido a las masas. Lo que no puede fundamentarse en los hechos es que el antisemitismo haya sido una singularidad alemana o que haya sido la única fuerza impulsora. Esto puede ser explicado, por un lado, por las vejaciones y asesinatos perpetrados por “no alemanes”, así como la pasividad y falta de solidaridad de grupos sociales, comunidades religiosas, académicas o profesionales en otras partes de Europa para con las atrocidades cometidas contra las víctimas judías. Pero, además, porque a partir de 1939 no era necesaria una motivación antisemítica para realizar matanzas colectivas, ya que anteriormente se habían encontrado los verdugos necesarios para llevar a cabo este tipo de actos contra alemanes con capacidades diferentes (mentales o físicas).

El proceso de radicalización acumulada
Lo que se discute, también, es si la obediencia para que los alemanes se conviertan en asesinos en masa procede de una orden directa de Hitler. La interpretación estructuralista sociopsicológica del Holocausto va a hacer énfasis en la falta de una fuente escrita que lo demuestre. En principio se advierte que, antes que órdenes directas, Hilter expresaba a quienes lo rodeaban ideas sobre lo que quería hacer; pero que, debido su mente caótica y su carácter histérico, no terminaba de desarrollar planes de acción claros. Las rivalidades personales, profesionales e institucionales, y los intereses económicos en el deseo de eliminar la competencia judía hacían aparecer situaciones de competencia entre los distintos personajes que lideraban organismos o grupos de acción del régimen y que buscaban la aprobación del Führer. Si bien esto ha sido criticado como una forma exculpatoria del papel de Hitler, muy lejos está de serlo, y en realidad tiene el objetivo de ampliar el papel de responsables. De hecho, las acciones impulsadas por sectores desde abajo (SA, activistas del partido y Juventudes Hitleristas), que presionaban para intensificar las políticas de violencia contra la población judía −boicots a los negocios judíos en 1933, la nueva ola de agitación antisemita en 1935, y la llamada noche de los cristales rotos− eran producto de esa falta de directivas claras y de una situación de rivalidad entre los diferentes engranajes del régimen. Esto llevó al desarrollo gradual de un proceso de radicalización de la “cuestión judía” en el que Hitler mantendrá una postura, al menos hasta 1939, de acción propagandística y de legitimación y aprobación posfacto de los hechos −un ejemplo de ello fueron las leyes de actividades judías, leyes de sangre y relaciones sexuales y matrimoniales (Leyes de Nüremberg) −.

Algunas palabras finales
La campaña de desvalorización humana sobre los judíos, realizada por los nazis durante una década, es un punto importante para tener en cuenta como factor social condicionante para el accionar de los alemanes. Los judíos perdieron su categoría de ciudadanos y luego de seres humanos, sirviendo esto como “justificación psicológica” para las masacres. Este factor situacional habría servido para hacer aparecer lo que Zygmunt Bauman denomina “efecto durmiente”. En éste la personalidad violenta del individuo está oculta y se activa cuando se dan las condiciones adecuadas y específicas. Esto es muy claro en situaciones en las que se produce una polaridad social y en las que se le concede a uno de los dos bandos un poder total, exclusivo y sin frenos. Pero, además, un enfoque multicausal permite no solo observar las tendencias propias de la naturaleza humana, sino también las influencias culturales y el contexto social y político, que presentan una pluralidad de factores más allá de la cognición de los ejecutores y de la identidad de las víctimas. Es por ello por lo que las transformaciones propias de la división del trabajo y la especialización de funciones supone la despreocupación moral del sujeto quien solo se atendrá a la eficiencia y a la rapidez en el cumplimiento de la tarea asignada por una autoridad. Es a esta autoridad a la que el sujeto atribuirá la sabiduría suficiente para delinear el juicio moral correcto sobre las consecuencias del objetivo final. Por otro lado, la atomización de las tareas contribuye a disminuir el nivel de desobediencia de los individuos en la realización de actos que tienen como fin la crueldad, ya que la misma fragmentación ocupacional hace que se desconozca el papel que juega su trabajo dentro de la gran maquinaria burocrática de la sociedad racional moderna. Por ello, el individuo hace uso de lo que se denomina “responsabilidad trasladada”3, es decir, la pérdida de autonomía del ejecutor y la puesta en acción del deseo de otra persona. De esta manera, no se trata solo de un componente individual −que lo puede haber seguramente− sino de un elemento social, de una maldad socialmente organizada. Ésta última, finalmente, encuentra su origen en las relaciones sociales que determinan a las fuerzas impulsoras que actuarán sobre la acción de un grupo de individuos y que, en una nueva coyuntura, transformarán sus valores morales ateniéndose a los de una autoridad superior, poniendo en marcha un proceso de radicalización que devendrá en una producción social inhumana.


Notas

  1. Esa movilidad social fue producto de la emancipación lograda por los judíos en las reformas prusianas entre los años 1806-1815.
  2. Ese antisemitismo redentor está vinculado a la idea de que el impulso antijudío se conectaba con el liderazgo carismático de Hitler, el cual estaba basado en tres creencias redentoras distintas y suprahistóricas: la pureza racial, el aplastamiento del bolchevismo y la plutocracia y la redención milenaria. En cada una de estas, el judío representaba la maldad y entonces convertía a Hitler en un líder providencial.
  3. Concepto utilizado por Zygmunt Bauman

Bibliografía
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Milgram, S., 1969, Obediencia a órdenes criminales, Buenos Aires, Ediciones del CES
Mommsen, H., 1999, La delicada pátina de la civilización, en Finchelstein, F. (ed.), Los alemanes, el holocausto y la culpa colectiva. El debate Goldhagen, Buenos Aires, Eudeba
Traverso, E., 2002. La violencia nazi: una genealogía europea, Buenos Aires, FCE

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