El clientelismo es un tema complejo de abordar. Las habituales críticas moralistas no permiten pensar una superación y, además, parten de una visión sesgada y elitista de la sociedad. Verlo como una red práctica nos permite ver por qué tiene durabilidad y cotidianidad; ver sus dificultades y plantear una posible solución –sin caer en visiones moralizantes.
Empecemos por las críticas. Se habla de clientelismo político –estamos siendo esquemáticos– cuando se hace referencia al intercambio de favores por votos. Un toma y daca. Desde una perspectiva conservadora, se condena que el gobierno extienda el gasto público en políticas focalizadas porque le permite llevar adelante prácticas clientelares –sin dar una definición específica del cómo–.
La diputada Fernanda Reyes –de la Coalición Cívica– apuntó cuando se firmó el decreto de la asignación por hijo: “Hoy el Gobierno quiere continuar con políticas focalizadas, decisión que no tiene que ver con la falta de recursos presupuestarios, sino con la terrible concepción de que debe existir algún grado de dependencia o cooptación de la voluntad de los otros. (…) No existe mayor inmoralidad que la que ejercen desde un puntero político hasta aquellos que ocupan los más altos cargos en la función pública, que utilizar la necesidad ajena para mantenerse en el poder. (…) Estos métodos focalizados son funcionales al interés de quienes no quieren la libertad del pueblo y requieren, a diferencia de las políticas universales, millones de pesos más por la existencia de intermediarios y clientelismo”.
La perspectiva de la crítica es moral. Una crítica reduccionista: se limita a los posibles beneficios de una práctica perversa, en la que los necesitados actuarían automáticamente por la necesidad, sin señalar que el Estado y sus instituciones se mantienen desarticulados –y que las condiciones estructurales de pobreza y exclusión no pueden ser abordados de una perspectiva integral–. Como señala Claudia Danani, “en lugar de importar la moral de la sociedad, se vigila la moral del pobre. Interesan su educación y su disposición para el trabajo, no la calidad del trabajo y de las condiciones de vida ‘realmente existentes’. No se presta atención a los mecanismo sociales de generación de pobreza, sino a la responsabilidad y el enderezamiento de conductas”.
El problema, entonces, es que se produce una crítica moralista que se complementa con una visión muy pobre de los beneficiarios (o clientes). Se genera una distinción de la racionalidad política, en la que los sectores no cooptados por el clientelismo tendrían una mayor autonomía política para decidir (“nadie me pagó por venir”, “no me pagaron para votar”, “nadie me trajo”) y los beneficiarios actuarían condicionados por los favores recibidos. Una perspectiva sesgada, elitista. Establecería el viejo vínculo entre estímulo y respuesta, un paradigma superado el siglo pasado. Pablo Alabarces escribe que a “estas alturas del partido, de las ciencias sociales y de la historia política argentina, hemos regresado a un estatuto según el cual nuestras clases populares son esclavas de sus deseos primarios: con un pancho y una coca –un choripán y un vino, una mina y unos mangos, escojan la versión preferida– podemos arrear multitudes”. Y este primitivismo interpretativo genera obstáculos para la comprensión del clientelismo como fenómeno y como problema a superar.
Ahora sí podemos preguntar qué es clientelismo. Como dijimos al comienzo, es un toma y daca; un intercambio de favores por votos. Es una relación social que se establece entre los punteros y los “clientes” que tiene características específicas: “unos y otros –escribe Javier Auyero– mantienen relaciones constantes en la vida diaria, relaciones que no sólo permiten asegurar la subsistencia sino que dan lugar a un conjunto de creencias y hábitos. En ese ir y venir (…) de intercambios cotidianos (…) se genera un conjunto de percepciones que justifican la distribución personalizada de bienes y servicios, que la explican de una manera particular (…) y que la terminan por legitimar”. De esta manera se generan lazos sociales diversos: fuertes en los círculos internos de los espacios donde se producen los intercambios; débiles con los círculos externos, los referentes –o mediadores– sostienen relaciones intermitentes y ocasionales con los potenciales beneficiarios.
El clientelismo tiene una profunda raíz práctica: es una red de resolución cotidiana de problemas. Que éstos sean resueltos con mayor o menor velocidad puede tener un peso importante en la experiencia de los clientes, porque genera una percepción que puede acreditar los beneficios o virtudes de los favores de los punteros y porque implica la necesidad de una retribución como una regla de juego establecida y aceptada (que se cristalizaría en la ida a un acto, en una “colaboración”, etc.). Genera un sistema de creencias.
El clientelismo, con este modo de resolución práctica de los problemas, oculta un sistema de dominación política en el que se ve como beneficio lo que en realidad es un derecho. (Tengamos en cuenta que la comprensión de la lógica permite hacer una crítica superadora: la única manera de lograr un avance significativo sería con la re-instalación –o la verdadera construcción– del Estado de Bienestar, donde se debería despersonalizar la distribución de bienes y servicios y se universalizaría el acceso a éstos sin mediaciones.) Auyero señala que en la medida en que la resolución de problemas se inclina a legitimar un estado de cosas de facto –un balance de poder desigual–, estas “soluciones” funcionan como máquinas ideológicas; se construyen lazos que congelan un determinado balance de fuerzas, produciendo una negación de esas asimetrías por parte del cliente. Se excluye el carácter injusto y coercitivo de esta práctica.
La explicación de la importancia del clientelismo es su cotidianidad. Eso explica la perdurabilidad de las estructuras políticas tradicionales (los radicales no están exentos de esta lógica, a pesar de ser ellos los principales críticos). En los períodos electorales se intensifica. Aparecen los signos más burdos: los electrodomésticos, los alimentos, las prebendas más variadas. Pero eso no debe desviar el eje de la cuestión: la cotidianidad, la red de relaciones que se constituye. El puntero, en su trabajo diario, es quien consigue alimentos y medicamentos, quien gestiona el acceso a planes y subsidios. Todo con diversos grados de discrecionalidad.
Para comprender mejor el fenómeno es necesario despegarse de la visión moralizante. No todos los punteros son cínicos manipuladores en búsqueda de votos de gente cautiva y dependiente. Son parte de un esquema resolutivo que se desplegó con fuerza desde el momento en el que el Estado dejó de actuar –por omisión deliberada, por el ajuste neoliberal del menemismo– en favor de determinados sectores sociales, sustituyendo las instituciones clásicas por una red de soluciones parciales y fragmentadas en territorios, por una red de paliativos que fue coordinado –en gran parte– por la férrea estructura del justicialismo (compuesta por punteros –influyentes o iniciados, filántropos o cínicos–, sindicalistas, oficialistas de todos los niveles). Cierran un círculo vicioso, ya que su aceptación –o institucionalización– admite de facto el reparto desigual del poder y del acceso a derechos básicos. Y el problema de este círculo es que sostiene la perdurabilidad de los partidos tradicionales, que hace tiempo –pese a los múltiples lavados de cara– expresan el más rústico cuño conservador; que no sólo tienen preponderancia –dada la capacidad que les otorga tener una estructura partidaria a nivel nacional– en la distribución de favores en los sectores más desfavorecidos, sino que también mantienen el monopolio de la representación política, lo que genera un grave problema para la superación del clientelismo: la constitución de una política social hecha desde abajo, desde una articulación social inclusiva y amplia.
Como bien dice Auyero, “la lucha contra el ‘intercambio de favores por votos’ no debe ser la cruzada moral contra los clientes –y ni siquiera, agregaría, contra los punteros– sino una lucha por la construcción de auténtico Estado de Bienestar”■