M[/su_dropcap]e di cuenta el día en que, ni bien subí al colectivo, me dijeron: “Siéntese, señora”. Sorprendida, obedecí dando las gracias mientras trataba de encontrar el por qué. Y… sí… los lentes bifocales. Culpa de la maldita queratitis tuve que dejar, por ahora, los de contacto. Con ellos podía usar anteojos para sol a tono con la ropa (no me daba cuenta de que, de paso y sobre todo, me tapaban las arrugas). Sin embargo, había allí otras mujeres con lentes, y el asiento me lo habían cedido a mí.
Entonces caí en la cuenta de que en poquito tiempo cumpliría los sesenta y cuatro; es decir, lo que se ve de mí los cumplirá. Por dentro tengo más polenta que a los veinte, aunque el cuerpo responda más lento. Debe ser por tanta vivencia que fue fermentando como vino en tonel, y que ahora espuma en cántico. El destape, bah…
Complicado, sí, pero divertido. Desde ese día estuve más atenta a la cuestión. Descarté la ropa muy juvenil. Elijo pantalones o faldas claras que me ensanchen de la cintura para abajo, disimulando que la cola se fue yendo calladamente quién sabe adónde. Arriba es más fácil. Los corpiños de ahora hacen milagros con los dos huevos fritos que quedan después de haber amamantado cinco hijos. Y salgo al mundo diciendo en mi andar: “Aquí voy yo”.
Y me sigo conmoviendo toda vez que veo un morochazo de mi tipo. Sigo sintiendo ese hormigueo. Tampoco dejé de ser enamoradiza, claro que, como siempre, “a la rosarina”: fantaseando largamente, inventando una película en torno al afortunado objeto de mis devaneos; mientras vivo y sueño, tiendo a que se concrete algo, si es posible todo. Y cuando se realiza el prodigio, pues pasa lo que tiene que pasar: me desenamoro enseguidita. Es que después de tanto idealizar, la realidad lo arruina todo y me baja de un gomerazo. Asimilo el porrazo como un chico que se raspó la rodilla, y ahí nomás vuelvo al ruedo.
Eso tiene de bueno esta etapa, la mejor de mi vida. Minimizo lo malo, que ya crié callos, y gozo a fondo lo bueno, libre ya de las urgencias juveniles, valga esto también, y sobre todo, en cuanto al sexo. Sí, señor, que ser sexagenaria no significa ser asexuada. No, ¡qué va! Eso es como andar en bicicleta. Por más tiempo que pase una sin montarla, nunca se habrá olvidado qué se hace con ella.
Y sigo pedaleando, lenta y emocionada, convencida y dichosa, valorando cada movimiento, gozando cada soplo de aire en la cara, cada cuestita sin pedalear, y el desafío de las subidas… Y sobre todo con gratitud.
Las sexagenarias somos muy agradecidas, sabemos que bien puede tratarse de la última bicicleteada■